El avance en los trabajos de la Comisión de Investigación sobre la denominada Operación Catalunya revela que no se trata únicamente de una sucesión de actuaciones ilícitas o un error coyuntural del Estado español. Es la manifestación de un método estructurado y sostenido en el tiempo, que utiliza recursos públicos, instituciones y poderes del Estado para perseguir la disidencia política. Además, cada vez se desvelan más indicios del uso de recursos de procedencia dudosa. En este caso, el objetivo fue el independentismo catalán, pero los mecanismos desplegados trascienden este movimiento, evidenciando la existencia de un aparato paraestatal capaz de sofocar cualquier oposición al statu quo. Más allá de las implicaciones políticas, sociales y jurídicas, el aspecto económico de esta represión destaca una paradoja inquietante: mientras se acusa a los líderes independentistas de malversar fondos públicos, el Estado ha invertido cifras multimillonarias en perseguirlos. 

El despliegue de la Operación Copérnico en 2017, concebida para impedir el referéndum del 1 de octubre, costó al menos 87 millones de euros. Este gasto incluyó la movilización de miles de agentes de la Policía Nacional y la Guardia Civil, transporte, alojamiento y manutención, sin contar los salarios adicionales ni las extensas jornadas laborales. Pese a esta inversión, no se logró frenar el referéndum ni resolver el conflicto político; al contrario, se exacerbó la tensión social y se dejó una factura millonaria que recayó en la ciudadanía. 

A esto se suman los elevados costes judiciales: el juicio del procés, la emisión de múltiples euroórdenes contra el president Puigdemont y otros exiliados, así como los litigios internacionales para sustentar estas acciones. Cada euroorden conlleva gastos de traducción, tramitación y representación legal, que pueden superar decenas de miles de euros por caso, sin incluir los desplazamientos de fiscales y jueces. Estas operaciones, reiteradamente cuestionadas y rechazadas por tribunales de países como Bélgica, Alemania, Escocia, Italia y Suiza, no solo han resultado onerosas, sino que han dañado la credibilidad del sistema judicial español. 

La Operación Catalunya es la manifestación de un método estructurado y sostenido en el tiempo, que utiliza recursos públicos, instituciones y poderes del Estado para perseguir la disidencia política 

Entre los episodios más controvertidos se encuentra el uso del software Pegasus, desarrollado por la empresa israelí NSO Group. Este programa, diseñado para combatir el terrorismo, fue empleado para espiar a más de 65 personas vinculadas al independentismo catalán, incluyendo políticos, abogados y activistas. Según las tarifas conocidas, cada dispositivo intervenido costó entre 100.000 y 150.000 euros, situando el gasto total en una cifra que podría superar los 15 millones de euros. Este espionaje, además de ser éticamente cuestionable y probablemente ilegal, representa un uso desproporcionado de recursos públicos para vulnerar la privacidad de ciudadanos que ejercían derechos políticos legítimos si así se financió, lo cual no es descartable dada la opacidad en estos casos. 

A estas cifras se añaden los fondos reservados, cuyo uso es intencionadamente opaco. Diversos testimonios indican que parte de estos recursos se destinaron a fabricar informes falsos y a campañas mediáticas contra el independentismo. Fondos supuestamente asignados a la seguridad nacional se emplearon en construir una narrativa política para justificar la represión. Aunque difícil de cuantificar, estos gastos evidencian un uso arbitrario del dinero público. 

La ironía es evidente: mientras el Estado destinaba cifras astronómicas a esta persecución, los líderes independentistas eran acusados de malversar fondos públicos, con montos que, en el peor de los casos, no superaban los tres millones de euros. Este contraste pone de relieve la paradoja de un Estado que gasta cientos de millones en reprimir un movimiento político sin resolver el conflicto de fondo. 

El impacto de este modelo trasciende lo económico. Las consecuencias sociales, políticas y personales son devastadoras. Ha intensificado la polarización entre Catalunya y el resto de España, alimentando un clima de confrontación que dificulta la reconciliación. Además, ha erosionado la confianza en las instituciones, al percibirse la justicia y las fuerzas de seguridad como herramientas de control político, más que como garantes de derechos fundamentales. La criminalización de líderes políticos y de quienes los apoyan establece un precedente peligroso para cualquier movimiento social o político futuro. 

El poder judicial tiene un papel central en este escenario. Más que una falta de independencia, lo que se evidencia es una falta de imparcialidad estructural, producto del modelo de carrera y de la marcada inclinación ideológica de la judicatura en España. Diversos estudios señalan que la mayoría de los jueces y fiscales se identifican con posturas conservadoras o centralistas, lo que influye en su interpretación de la ley. Este sesgo, sumado a un sistema jerárquico que premia la adhesión a determinadas ideas, convierte a la Justicia en un actor parcial. No es casualidad que tribunales europeos hayan desestimado decisiones clave del Tribunal Supremo español, evidenciando esta falta de equilibrio. 

El precio de esta represión lo paga no solo el independentismo, sino toda la ciudadanía, que merece instituciones al servicio del interés general, no de agendas políticas sostenidas por opacas unidades policiales y estrategias

A nivel internacional, la Operación Catalunya ha sido un golpe a la reputación de España. Denuncias de violaciones de derechos humanos, espionaje masivo y falta de garantías procesales han generado críticas de organizaciones como Amnistía Internacional y Human Rights Watch, así como de medios internacionales. Cada euroorden rechazada, cada escándalo relacionado con Pegasus y cada informe que documenta abusos socavan la credibilidad de España como Estado de derecho. 

El balance de esta estrategia es insostenible. En lugar de destinar recursos a servicios públicos, infraestructuras o políticas sociales, el Estado ha desviado millones de euros a un modelo represivo que no solo es éticamente cuestionable, sino también ineficaz. Lejos de resolver el conflicto político, lo ha agravado; en vez de fortalecer las instituciones, las ha debilitado; y en lugar de defender la democracia, la ha puesto en entredicho. 

La Operación Catalunya no es solo un capítulo oscuro en la historia reciente de España. Como modelo represivo, sigue activo y refleja un sistema que necesita una reforma urgente. Insistir en este camino perpetúa el conflicto y amenaza el futuro de la democracia. El precio de esta represión lo paga no solo el independentismo, sino toda la ciudadanía, que merece instituciones al servicio del interés general, no de agendas políticas sostenidas por opacas unidades policiales y estrategias que cada vez quedan más al descubierto.