El retorno triunfal de Donald Trump a la presidencia de la primera potencia mundial ha sido plácido. Nadie ha cuestionado los resultados y menos aún ha intentado tomar al asalto el Capitolio. Lo que habría pasado al revés —si Trump hubiera perdido— es previsible. Por los antecedentes que son todo un indicador y por las medidas de seguridad adoptadas ante la posibilidad de incidentes. Las autoridades habían blindado el Capitolio y la Casa Blanca por si ganaba Kamala Harris. La medida no era exagerada. No después de lo que se vio, no después de las denuncias veladas de fraude que se habían hecho en campaña. Si ganaban los Demócratas, la bronca estaba garantizada.

Pero como el ganador ha sido Trump, el traspaso de poderes será si no ejemplar, cordial y sin estridencias. Ya se ha visto con la invitación de Biden —seguirá siendo el presidente en funciones hasta enero de 2025— a Trump a la misma Casa Blanca. Ambos en el Despacho Oval, reunidos, charlando amistosamente y con un apretón de manos que es toda una declaración de intenciones de traspaso armónico. Nada de todo eso pasó en 2020. Entonces todo fue tanto desagradable como sospechoso e incendiario. Cuando a veces —a menudo— se generaliza y se dice aquello de 'todos son iguales' se falta a la verdad. Y no, con sus virtudes y pecados, no todo el mundo es igual. Y los hechos así lo demuestran. El Partido Republicano liderado por Trump no aceptó la derrota, aunque a título particular destacados prohombres republicanos se plantaron ante Trump y su descarada voluntad de subvertir la orden constitucional. Por el contrario, todos los Demócratas y todas sus sensibilidades sí que han aceptado una derrota dolorosa. Pero clara. Casi tan clara —por contundente— como la derrota de Trump en el 2020. Lo han hecho del primero al último, empezando por Bernie Sanders, que a pesar de su edad sigue al pie del cañón.

También es verdad que nunca sabremos a ciencia cierta qué habría pasado si llega a ganar Harris por un estrecho margen de votos. Pero es innegable que todos los indicios y las mismas pistas que Trump había ofrecido a lo largo de la campaña apuntan a que muy probablemente Trump habría negado la victoria de Harris. Lo que se podría haber derivado de ello invita a sospechar, sin exagerar, de una repetición de aquello que se vivió hace cuatro años. Quizás peor y todo. A falta de saber, claro está, qué habría hecho la primera fortuna mundial, Elon Musk, volcado e invirtiendo dinero a espuertas a favor de Trump.

Joe Biden ganó a Trump por más de 7 millones de votos, en voto popular, hace cuatro años. Con más de cuatro puntos de diferencia y con una participación de más del 66%. Biden es el presidente que más votos ha sumado en toda la historia, más de 81 millones. Y también —que es lo más determinante— superó a Trump claramente en votos electorales: 306 a 232.

Make America Great Again gritan, evocando a Ronald Reagan. Una América, esta, que deja atrás a los desfavorecidos y que, en cambio, mima y premia a los privilegiados

En esta ocasión, Trump ha vencido a Harris por menos de dos puntos de diferencia y probablemente por poco más de 2 millones de votos cuando acabe el recuento final. En California, el Estado más poblado y de más voto demócrata, todavía quedan por contar más de un millón de votos. Con una proporción muy favorable a los Demócratas. En el mejor de los casos, Trump sumará finalmente 77 millones de votos por los 81 largos de Biden en 2020. La proporción, en votos electorales, no es muy diferente en 2024 de 2020: ahora favorable a Trump por 226 a 312. Trump ha ganado. Pero en ningún caso ha arrasado. Queda lejos de la victoria de Biden en 2020. La misma victoria que no ha dejado de cuestionar los últimos cuatro años.

A pesar de no estar formalmente investido, Trump no ha perdido el tiempo. Ya llama y habla con los jefes de Estado de medio mundo (entre los primeros, el israelí Netanyahu) y anuncia nombramientos a diestro y siniestro. Tiene prisa, parece, por tomar las riendas. Con el magnate Elon Musk al lado que será, parece ser, el encargado de adelgazar la administración federal que es una de las obsesiones del Partido Republicano. Esta y la de desregular. Todavía se arrastran las consecuencias de la crisis de las hipotecas subprime que, en buena medida, se vieron favorecidas precisamente por la laxitud en la regulación, empezando por Bill Clinton, que fue el primero en ceder en este terreno, como explica Barack Obama en sus memorias. Exactamente esta desregulación es la que también propició el crac de la Bolsa de Nueva York de 1929.

Hay un sector del partido Demócrata propenso a ceder o dejarse seducir por el discurso y las exigencias que pregonan los Republicanos y que tienen mucho predicamento sobre buena parte de la población norteamericana. Como la política arancelaria para dificultar las importaciones (America first), el freno a la inmigración desbocada o rebajar impuestos. De todas las medidas estrella, la más chocante es esta. Porque los gurús económicos de Trump cuando hablan de rebaja de impuestos no están pensando en la clase media sino en las grandes fortunas. Pregonan la teoría de que incentivar la economía pasa para favorecer la fiscalidad de los ricos con el pretexto de que entonces gastarán más. Más dinero en circulación, más gasto privado, más ganancias para todos. Lo más gordo es que han inoculado esta teoría a buena parte de la población trabajadora que acaba defendiendo con su voto una fiscalidad a favor de los que más tienen y no de los que más necesitados están. También por eso, por esta ideología libertaria, una enfermedad te puede arruinar la vida en los Estados Unidos. Todos los intentos de avanzar hacia una sanidad universal, como tenemos en Catalunya, han sido sistemáticamente boicoteados. Hay millones de personas que corren el riesgo de ser abandonados a su suerte si enferman. Incluso los que tienen cobertura sanitaria están en riesgo, gracias a unos topes que hacen que sufrir un cáncer, por ejemplo, quede fuera del seguro médico por el coste que representa. Ni Obama, con una mayoría en el Congreso y en el Senado, consiguió cambiarlo. Cierto que consiguió sensibles avances y dio cobertura a más norteamericanos. Pero su propuesta inicial solo pudo ser aprobada cuando renunció a la universalidad. Make America Great Again gritan, evocando a Ronald Reagan. Una América, esta, que deja atrás los desfavorecidos y que, en cambio, mima y premia a los privilegiados.