Este mismo domingo 29 por la noche (22:05 h, TV3) o bien ya disponible en la plataforma 3 cat, quien quiera podrá descubrir, ahora sí, la auténtica historia que separó a Àngel Guimerà del premio Nobel de Literatura. Digo ahora sí porque, por un error que queda explicado en el documental, durante muchos años se pensó que el autor de Mar i Cel solo había sido candidato un año, en 1904. Ni fue en 1904 y, más importante que todo eso, no fue un solo año. Fueron 17. Diecisiete años seguidos en que, con diferentes intensidades, el dramaturgo más importante que ha dado la literatura catalana, estuvo a punto de recibir el premio literario más prestigioso del mundo.

Lógicamente, no explicaré aquí los motivos porque dejaré que el lector se convierta en telespectador de Guimerà, el Nobel semse premi y los descubra por sí solo. Pero no hago ningún spoiler si digo que las causas fueron extraliterarias. Es decir, el comité que otorga los Nobeles (y especialmente los enviados especiales de la Academia Sueca), apreció, reconoció y enalteció la calidad de los textos de Guimerà así como la trascendencia social y cultural que tuvieron sus obras y que, como todo el mundo sabe, fueron más allá del público catalán.

En España, el catalán no era motivo de prestigio sino de prohibición. El año de Terra Baixa (1896) se prohibió hablar en catalán por teléfono

Tampoco revelo ningún secreto si se dirige la primera sospecha hacia el hecho de que Guimerà escribía en catalán, pensaba en catalán y, antes que autor, era un firme defensor de la causa catalanista en general y del uso de la lengua en particular. Eso, por sí solo, en un país normal, no tendría que ser un impedimento para ganar galardones. El problema, sin embargo, es que esta catalanidad se combinaba con un Estado español que solo pensaba en castellano y que no comprendía el catalán como una riqueza suya sino como un fastidio, un ente inferior, una inseguridad, y, por extensión, una amenaza. Dicho de otra manera, si la Real Academia Española de la Lengua se hubiera hecho suyo Guimerà y lo hubiera presentado como candidato, seguramente la historia habría sido diferente. Y si no, sirva el ejemplo de Frederic Mistral, que en 1904 sí que ganó el Nobel de literatura gracias a una trayectoria hecha en occitano. La diferencia es que la academia francesa sí que concebía el occitano como una lengua a lucir y no una a combatir y decidió que Mistral sería su candidato en lugar de un enemigo.

Todo lo contrario, en España el catalán no era un prestigio, era una prohibición. El año que nació Àngel Guimerà, en 1845, España prohibió que los médicos escribieran las recetas médicas en catalán. El año que Guimerà estrenó Terra Baixa (1896), la Dirección General de Correos y Telégrafos prohibió hablar por teléfono en catalán en todo el Estado español. Entonces ya estaba prohibido registrar los nombres propios en catalán en las partidas de nacimiento del registro civil e incluso, al cabo de unos años, también se prohibió que las lápidas también lo estuvieran. Después de toda una vida con el castellano impuesto ni siquiera te podías morir en tu lengua. Con este currículum, no es de extrañar que los poderes fácticos españoles actuaran de la manera que actuaron con el máximo reconocimiento internacional que toda cultura puede recibir. No es que no movieran un dedo en favor de Guimerà, sino que movieron mar y cielo y tierra en contra. España veía el Nobel a Guimerà como un premio a la literatura catalana y eso el Estado lo vivía como un castigo a la castellana. Por eso, España, en lugar de favorecer un Nobel a un español, trabajó para dejarlo sin como castigo por ser catalán.

Cien años después, las instituciones del Estado piensan que la oficialidad del catalán en Europa es un precio a pagar, no una creencia

En época de fake news, titulares equívocos y eslóganes rápidos y baratos, Guimerà, el Nobel sense premi es un trabajo periodístico de primer orden que documenta todo esto con papeles ahora desclasificados por la academia sueca y en que se admiten las presiones recibidas. El documental, magníficamente conducido por Àngels Gonyalons, no es, pues, una queja más del catalán gruñón, son hechos. Como también son hechos que, a pesar de toda esta represión lingüística, el catalán sigue aquí. Ahora se nos permite hablar por teléfono en catalán pero hay médicos que, en Catalunya, te obligan a decir en castellano que tienes dolor de garganta. También puedes nacer y morir en catalán, pero vivir las 24 horas sigue siendo, a pesar de la fraternidad entre territorios, imposible. Y que un autor catalán gane el premio Nobel de literatura se sigue viendo más como una hazaña próxima al milagro que no una posibilidad estadística real. Porque no sé si es más triste que la literatura catalana no tenga ningún Nobel, o que los Nobeles no tengan ningún catalán entre sus premiados. Y esto pasa porque un siglo después la filosofía sigue siendo la misma: las instituciones del Estado siguen pensando, por ejemplo, que la oficialidad del catalán en Europa es un precio a pagar para estar en la Moncloa en lugar de una creencia federal de eco internacional.

Después de 1640, 1714 o 1939, lo más normal es que la nación catalana hubiera desaparecido unas cuantas veces. Pero el Matrix español de vez en cuando tiene un agujero al sistema y por ahí se cuelan excepciones luminosas que permiten que una nueva generación de catalanes le pase la antorcha a la siguiente, hayan nacido aquí o, como Guimerà, hayan nacido a fuera. Y eso ha permitido que, cien años después de su muerte, alguien pueda explicar su historia en catalán y a través de la televisión pública catalana. Será quizás porque, como él mismo proclamó en el discurso de los Juegos Florales de 1920, "los pueblos no se deshacen: los pueblos son eternos y no se corrompen".