Los españoles y los franceses se ensañan con los nombres porque son la expresión más genuina e incuestionable de que los catalanes conformamos una nación que no es la suya. El recordatorio más insistente de ello es la obsesión con la denominación del País Valencià. La pretensión es la de calificar todo lo que no case con su relato como no neutral. Es eso mismo lo que ha sucedido con el director de la Casa de la Generalitat en Perpinyà. Es, de hecho, una translación al conflicto concreto de la política de pacificación que Salvador Illa aplica en la Catalunya autonómica, en términos más genéricos, cuando habla de "El Govern de tothom". También es la postura que la mayoría de los españoles en Catalunya y franceses en la Catalunya del Nord —y de los españoles y franceses en general— tienen con la lengua. La idea es que todo lo asociado a la españolidad —o en otra nación con estado y vocación de homogeneidad, como la francesa— sea percibido como neutral, entendiendo la neutralidad no solo como una postura no ideologizada —si es que eso fuera alguna vez posible—, sino también como una postura que beneficia a la mayoría y, por lo tanto, es esencialmente buena. Así, la neutralidad aplasta a la minoría nacional: la destierra de la realidad, convierte su existencia en una postura política y su ocupación en el consenso y el bien.
La fuerza de los estados es la fuerza de imponer un relato, presentarlo como neutral y tachar de caprichosos a todos los que se atrevan a discutir la versión objetiva avalada por el monopolio de la violencia. Los estados deciden qué es objetivo, por eso mismo los catalanes tenemos una relación distorsionada con nuestra historia y con nuestra identidad: porque exige el esfuerzo de desglosar lo que nos cuenta de lo que los españoles y los franceses querrían que nos contara. No obstante, si consultamos papeles, encontraremos que el 20 de diciembre de 2007, el Consejo General de los Pirineos Orientales aprobó la oficialidad del catalán. Y que se utilizaba el término "Catalunya Nord" —que debería ser "Catalunya del Nord"—, formalizándolo y equiparándolo al término "Pyrénées-Orientales". Y si no consultamos papeles, descubriremos que la cuenta de X de la Casa de la Generalitat utiliza el término "Catalunya Nord" habitualmente, más allá de lo que diga su flamante director.
Castellanizar y afrancesar la nación catalana que está dentro de las fronteras españolas y francesas es borrar su historia, pero también la historia de toda la represión que ha sido necesaria para asimilar y sustituir la catalanidad
La utilización de la neutralidad como vehículo para describir cuál es la realidad no tiene que partir de una realidad objetiva, porque el objetivo es el de transformar la noción de realidad desde la pretensión de neutralidad. Así, las nacionalidades española o francesa se acaban asumiendo como naturales y, en consecuencia, la catalanidad se considera un artificio innecesario, que resulta lógico y racional que vaya retrocediendo. Pero la toponimia —igual que los nombres que los catalanes utilizamos para llamarnos, igual que la permanencia de la lengua— trabajan contra esta idea de naturalidad y contra esta lógica de los orígenes. Por eso, de hecho, siempre han sido uno de los objetivos principales a aplastar por parte de los estados que ocupan el territorio catalán: la necesidad de traducirnos pone en solfa que su neutralidad es, en realidad, un artificio. Que la relación orgánica que la nación que ocupan ha tenido con la tierra y consigo misma ha sido en otra lengua. El argumentario de la neutralidad con el que pretenden obviar la nación y su historia queda revelado como una ideología más. Eso, finalmente, los obliga a rebatirnos desde una posición de iguales que no se pueden permitir.
El nombre hace la cosa y los españoles, como los franceses, lo saben. Castellanizar y afrancesar la nación catalana que está dentro de las fronteras españolas y francesas es borrar su historia, pero también es borrar la historia de toda la represión que ha sido necesaria para, siglo tras siglo, asimilar y sustituir la catalanidad. Borrar una nación pasa por borrar la memoria de todo lo que ha hecho falta para suprimirla, evitando así abonar un imaginario colectivo de resistencialismo. Los nombres son un recordatorio permanente de que nos encontramos inmersos en este proceso. Que la sustitución pasa para sobreponer una nación a otra nación de una forma tan absoluta que dentro de un siglo no quede ninguna evidencia palpable que explique que los catalanes existimos. Ni un letrero en la entrada de un pueblo, ni una denominación exponiendo que la nación catalana, que lo que somos colectivamente, que la lengua que nos cohesiona, no se explica ni por las fronteras españolas, ni por las francesas. Cuando Christopher Daniel Person, director general de la Casa de la Generalitat en Perpinyà, rehúsa utilizar el término "Catalunya Nord" lo hace para liquidar todo aquello que recuerde que nosotros somos otra cosa. Su ideal político, en definitiva, es que algún día su trabajo se acabe extinguiendo.