Los antropónimos dicen mucho de nosotros mismos y de la época histórica en la que hemos vivido. El nombre que nos ponen cuando nacemos, por un lado, nos condiciona como personas (se convierte en un significante más dentro de nuestra cadena de significantes) y, por el otro, es un reflejo de la época en la cual nos lo han puesto (fruto de las modas y de la situación histórica del momento). No es lo mismo que te pongan Arnau que Pere, o Dolors que Martina; ni tampoco es lo mismo que lo hagan a principios del siglo XX que en el 2002. Un mismo nombre puede fascinar en una época y sonar ridículo en otra. Y aún añadiría una variante más: la situación geográfica. No es lo mismo que te llames Purificació en Lleida que en Wisconsin; seguramente, en Wisconsin, no sabrán pronunciarlo. ¿Qué hace que unos padres elijan un nombre y no otro? Creo que uno de los principales motivos es la rebeldía. Es sabido por todos que, cuando una generación ha sido muy conservadora, la siguiente suele ser rebelde y antisistema, y viceversa (hacer todo lo contrario de lo que han hecho los padres). Es la solución que ha encontrado la humanidad para estar en equilibrio. Esto es así desde que el mundo es mundo; y los antropónimos son la prueba más fidedigna.
Las personas conservadoras suelen tener un nombre atrevido y las más rebeldes, uno de tradicional
Si os fijáis, las personas conservadoras suelen tener un nombre atrevido y las más rebeldes, uno de tradicional (ironías de la vida). Si echamos la vista atrás y analizamos los antropónimos del pasado, lo veremos más claro. Si prestamos atención a los años sesenta del siglo pasado, veremos que todos los hippies de la época tenían nombres tradicionales (Joan, Pere, Manel, Jordi, Josefina, Enriqueta, Carme, Montserrat, Dolors...) porque sus padres habían vivido una guerra y/o una posguerra que les había hecho pasar las ganas de ser revolucionarios. En cambio, si nos fijamos en los nombres de los hijos de los millennials (personas nacidas entre 1981 y 1993 que su máxima aspiración en la vida era conseguir que los dejaran fumar porros en las terrazas de los bares), veremos que o son nombres de ciudades o continentes (África, París, Roma, Oceanía, Olot...) o bien son nombres relacionados con la naturaleza (Mar, Monte, Lubina, Árbol, Archipiélago, Marihuana...); nombres que, más que tener connotaciones revolucionarias, evidencian la falta de referentes de los progenitores. En medio de estas dos generaciones están las Jénnifers, Jéssicas y los Bobbys y Johnnys, que son los hijos de aquella rama de la Generación X (1969-1980) que vio como casi toda su generación se iba a los Estados Unidos a hacer un Erasmus para tener un futuro mejor y ellos no. Supongo que fue una forma de sublimar la rabia y frustración que sintieron. La generación catalana de los baby-boomers (1949-1968), en cambio, al tener que luchar por muchas cosas (la lengua, la libertad de expresión, la igualdad entre el hombre y la mujer...), optaron por nombres mucho más radicales, nombres que no pudieran traducirse al castellano (Meritxell, Queralt, Montserrat, Oriol...).
¿Dónde quiero ir a parar con todo esto? La verdad es que a ninguna parte. Simplemente, quiero deciros que, si estáis pensando un nombre para vuestro hijo, lo penséis detenidamente, lo discutáis con todos vuestros amigos, hagáis un Excel con unas cuantas fórmulas y tablas dinámicas con los pros y contras de cada nombre; porque, a largo plazo, puede tener consecuencias nefastas para vuestro hijo y puede modificar la historia de la humanidad para siempre. Pero sin estresaros, que el estrés no es bueno para nadie.