A menudo escuchamos o leemos que todo tiende hacia la normalidad institucional, que se avanza en términos de normalización, que la situación parece normalizada... ¡Como si normalizar fuera la gran aspiración de la política y de la sociedad catalanas!
Tal y como se presenta, me recuerda bastante la operación del año 1978. Que la amnesia y la anestesia triunfen para que olvidemos anhelos y sufrimientos, actuaciones desmesuradas y represión anormal, y nos enfoquemos en las cosas "que interesan a la gente".
No seré yo quien niegue que no se puede estar situado siempre en niveles altos de épica, y que de este concepto —y de sus derivadas— se ha abusado ampliamente, pero tampoco me parece razonable que se quiera hacer creer que lo que pasó no pasó y que no hubo represión injustificada. Porque cada cual se alineó donde quiso hacerlo, y me niego a creer que la situación de los años diez de esta década no fuera normal, porque estaba plenamente ajustada al ejercicio de la virtud cívica y de los derechos de las personas y de los pueblos a la libre determinación.
Normalizar significa —ahora y aquí— querer hacer pasar por normal una situación (que no lo es) y reducirlo todo al cumplimiento de una norma. Y para ello, ya sea en el ámbito de la producción industrial o de la organización política, se opta por adoptar y aplicar normas. Normalizar quiere decir, en realidad, normativizar. Quitarle el alma a las cosas, y meterlo todo en un reglamento en el que quien mande decidirá que eso es la norma y la normalidad. Que eso es lo que quiere, y que manda que los demás queramos, para no tener problemas ni sobresaltos.
Pero la vida es siempre más grande que una norma, porque lo que alguien considera normal, es decir, lo que se corresponde con su sentido común, no deja de ser el mínimo común denominador para que administradores y una parte de los administrados se sientan confortables en su día a día. Sin que les interesen, ni un poco ni nada, las aspiraciones de partes dinámicas de la ciudadanía, y sin que se fije ningún objetivo ambicioso, más allá del ir tirando y de intentar arreglar los baches de las calles.
Quizás forme parte del trágico destino pendular de la historia de los catalanes. Un pueblo que puede pasar de las máximas ilusiones a las más profundas depresiones en plazos breves de tiempo. Un pueblo al que le cuesta demasiado pasar el luto y que parece estar acostumbrado al papel de víctima y de chivo expiatorio. Como otros pueblos históricos, por otra parte.
Ningún pueblo puede soportar esta asfixia, esta indolencia, este pasotismo, esta asepsia, esta falta de estímulos y de ambición
Se nos quiere hacer creer que nuestros males se arreglarán con el efecto anestesiante de la normalización, que, encima, se quiere y se proclama social, política e institucional. Y también se nos quiere hacer creer que el antídoto es crear, establecer o acogerse a normas, regulaciones o criterios de optimización de procesos. Existe un empeño en que todo se ajuste a las expectativas del poder. Y no, esto no puede ir así. Ningún pueblo, ninguna colectividad viva, puede soportar esta asfixia, esta indolencia, este pasotismo, esta asepsia, esta falta de estímulos, esta falta de ambición.
Contra esto son necesarias dosis masivas de autoestima y de orgullo. Hay que aclarar la niebla, airear el cuerpo social, ponernos las pilas, dejar atrás lastres y frenos, abstraerse del humo, aguzar el oído, tener un buen diagnóstico compartido, y sacar adelante un tratamiento que insufle ánimos, garantías y coraje.
Debemos recuperar autoestima. No será fácil, porque se nos ha llevado a callejones sin salida, porque hay gente que solo ha trabajado para el enfrentamiento entre nosotros, porque habrá que recuperar muchas confianzas perdidas, porque nada del pasado es en balde, y porque hay gente que, asqueada, ya no quiere creer en nada. Por eso será necesaria una renovación en profundidad de liderazgos, de ambiciones, de objetivos, de calendarios y de medios.
Y debemos recuperar orgullo. Orgullo entendido como la satisfacción legítima que debemos sentir por las cosas buenas que hemos hecho bien. Y los catalanes hemos hecho muchas. Basta con recordar nuestra alta edad media o la revolución industrial y los movimientos artísticos y literarios que comportó. No tenemos que centrarnos en las derrotas, sino —por el contrario— debemos reivindicar las victorias. Nadie se apunta con los que pierden, sino que instintivamente se va a favor de los que ganan. Nosotros debemos centrarnos en nuestras victorias pasadas, en nuestra cohesión social, en las potencialidades de futuro y en la voluntad de seguir siendo, para sacar adelante un proyecto nacional estimulante.
Un proyecto que proponga, un proyecto positivo, un proyecto que quiera jugar el partido y que lo quiera ganar. Debemos salir de la amnesia y de la anestesia con moral de victoria. Costará, pero cualquier otra alternativa es peor.