Cualquier nación se sirve del nacionalismo banal para establecer un vínculo emocional con sus ciudadanos. Es rápido, no exige muchas profundizaciones psicológicas y es efectivo. Una de las formas más habituales de hacerlo es a través de los acontecimientos deportivos, y este verano, con la Eurocopa, cuando jóvenes con los que nos habíamos manifestado en Urquinaona lucían la camiseta española, hemos sido testigos de ello. Estas son las consecuencias del nacionalismo banal de los otros, pero si de verdad nos creemos que el Barça es más que un club y entendemos qué representa históricamente para el país, esta semana invita a hablar de nuestro nacionalismo banal, de sus causas, sus efectos y la manera como nos relacionamos con él. Cuando Quimi Portet fue a 'La Sotana' contó que toda la vida había oído decir que no hay que mezclar política y fútbol, pero que "en realidad, a mí, lo único que me interesa del fútbol es la política". En esto, como en tantas otras cosas, Joaquim Portet i Serdà marca el camino.
Las naciones se relacionan políticamente con su entorno por medio de una unidad política homologable: el estado. Cuando las naciones no tienen estado, esta relación se presenta distorsionada, deformada, desdibujada. En "Contra una cultura del plany i el gemec", el filólogo y traductor reusense Josep Murgades explica que "el divorcio entre su inabdicada 'voluntad de ser' y su frustrada práctica existencial es demasiado grande y notorio como para que el catalán no se sienta profundamente desgarrado". Tan profundamente desgarrados por el hecho de que ser catalán signifique querer ser, que cualquier expresión de lo que somos y de lo que pensamos que nos representa, requiere prácticamente un psicoanálisis. La mañana después de que el Barça marcara cuatro goles en el Santiago Bernabéu, mientras hablaba con mi marido, me di cuenta de que le molestaba la satisfacción y el entusiasmo con los que las tertulias, los digitales y las rondas del 324 hablaban del tema. Y este desgarro en el que se recrea Murgades se me hizo aún más evidente: sin la posibilidad de vertebrar la nación desde un nacionalismo de estado clásico, el nacionalismo banal suscita desconfianza porque es visto como un sustituto anestésico para abstraerse de las circunstancias reales que atraviesan la nación. Son, pues, las cuatro migajas que nos dejan llenos, porque en realidad somos unos muertos de hambre. La pregunta, no obstante, es si de verdad alguien cree que la mejor alternativa para poder seguir siendo catalanes —para seguir queriéndolo ser hasta que solo lo tengamos que ser— es renunciar a este recurso abarcable de nation-building blandito.
El nacionalismo banal suscita desconfianza porque es visto como un sustituto anestésico para abstraerse de las circunstancias reales que atraviesan la nación
El miedo de aprovecharnos de ello con normalidad radica en que se nos vuelva un arma de doble filo. Que, precisamente porque nuestras condiciones nacionales son las que son, una victoria futbolística desemboque en una prepotencia nacional que nos desdibuje aún más el mapa político de la realidad, por ejemplo. Que por una semanita de antimadridismo bien sabrosa, creamos que el "Més que un club" del Barça hace de él un equipo de estado. Y ya lo entiendo, ya. De hecho, quien lo entiende bien es Murgades: "para sobreponerse a la flagrante contradicción que se deriva de ello, para resistirse a la tentación de entregarse inerme en manos de un destino bestial, le hace falta, al catalán, generar cantidad de recursos teóricos y vivenciales que le permitan afrontar la propia historia sin renegar de ella, sino todo al contrario, convirtiéndola en herramienta de autoreferendamiento". Parece que la dicotomía está viciada: o renunciamos a lo que desde el entusiasmo y la vitalidad nos sustenta la conciencia colectiva y, por lo tanto, equiparamos la voluntad de ser catalán a la voluntad de estar avinagrados para poder seguir siéndolo, o abrazamos los peligros del nacionalismo banal y sus espejismos. O renunciamos a las pasiones o abrazamos la mentira, la confusión entre deseo y realidad que acelera nuestra desaparición. Gracias a Dios, una vez más, las cosas pueden no ser tan simples.
Como vivimos amenazados, nuestra existencia exige premeditación y autoconciencia. Este es el riesgo final, nuestra existencia es algo más que, simplemente, ser: nuestra existencia es una racionalización de nuestra propia existencia. Y, por lo tanto, requiere esfuerzo para no cruzar la resistencia con amargura, para no hacernos esclavos de clichés impuestos y paralizantes, para no pensar que debemos renunciar a los elementos que construyen un ideario nacional común por miedo a que nos engatusen. O por miedo a autoengañarnos, de hacernos pasar gato por liebre a nosotros mismos con la intención de cortar el trauma de raíz y empezar a disfrutar un poco. Todo lo que afirma el "nosotros" fuera de la condición de maltratados tiene que ser recibido de una forma positiva. Recibido, sin embargo, no significa sobado para que tape sumisiones: significa absorbido e interiorizado como una cosa más que nos hace. Se llama nation-building, no nation-freeing. Salir del lamento —o, como mínimo, dejarnos tener ámbitos y momentos para no recrearnos en él— no tiene que significar falsear la realidad. La medida justa entre una cosa y la otra, la racionalización que nos permite reconocernos desde donde estamos —pero, en definitiva, reconocernos— es lo que nos permitirá, en algunos momentos, dejar de sentirnos profundamente desgarrados, condenados al espacio entre ser y la voluntad de ser. Entre el victimismo y la superioridad moral tiene que encontrarse la medida justa de orgullo, que es más que la autoconciencia, pero menos que la autoficción. Así es como entiendo la política de nuestro fútbol.