Pocas veces me he sentido tan privilegiado, políticamente hablando, como cuando he tenido la ocasión de compartir un rato con el president Pujol. Mucha gente puede decir lo mismo, porque el president, especialmente desde su retirada de la primera línea, es una persona muy asequible. Formo parte de la generación que nació en los sesenta. Hemos crecido con los últimos hippies, el PSUC vivo y Franco muerto, los Beatles y ABBA, Llach y Serrat, la nueva democracia y el golpe de estado, y el dilema entre hacer la mili o la prestación social sustitutoria. En nuestro imaginario juvenil, Felipe era el presidente del Estado; Pujol, el president de la Generalitat; y Maragall, el alcalde de Barcelona.

Nos ha tocado vivir, ya en la plenitud de los cincuenta (sí, jóvenes promesas, todo llega) unos momentos extraños donde, en medio de unos años vertiginosos de un acceso de fiebre independentista, hemos visto caer aparentemente a muchos mitos, entre ellos el de Pujol. Pero una vez serenados los ánimos, ni que sea por la fuerza de hechos que no entro a valorar, la figura del president Pujol aparece de nuevo con una extraña nitidez que nos reconforta. No es que lo añoremos, que también. Tampoco es por lo que representa en la construcción de país, que también. Seguramente es porque los de la década de los sesenta lo tendremos siempre presente. La figura del president Pujol nos llega, entre borrosa y cálida, como la de un hombre que trasciende los hechos cotidianos y se aleja hacia la historia.

El president Pujol, a sus noventa y tres años, no quiere opinar mucho sobre lo que pasa. Sus intervenciones son más bien en forma de consejos de abuelo. Si se prodiga, es porque no sabe estar quieto, porque disfruta en compañía de los demás. Necesita salir a la calle, pasear entre los ciudadanos, preguntar a todo el mundo sobre todo lo que nos está pasando. Hubo un momento en la historia de Catalunya que cada uno de los catalanes podía decir que había estado con Pujol, que había hablado con él, y que el president le había preguntado sobre su vida. La inalcanzable memoria de Pujol hacía que casi siempre, con un par de preguntas, encontrara una manera de hacerte sentir escuchado. Y en realidad, en cada encuentro, el president anotaba mentalmente algún dato que servía para alimentar un cerebro que procesaba todo lo que fuera necesario para seguir construyendo el país.

La figura del president Pujol aparece de nuevo con una extraña nitidez que nos reconforta. Llega, entre borrosa y cálida, como la de un hombre que trasciende los hechos cotidianos y se aleja hacia la historia.

El president Pujol tiene una enfermedad incurable. Le obsesiona Catalunya. Hasta extremos inconcebibles para aquellos que solo sabemos amar al país un poco y a nuestra manera. Para Pujol, Catalunya lo es todo. Y esta obsesión no tiene ni solución ni remedio. Es mucho más que una causa, que un trabajo o una pasión. Lo es todo. Por eso nadie recordará el engendro de la maravillosa tela que él ha tejido durante todos estos años. Con el tiempo tendemos inevitablemente a recordar los buenos momentos y a diluir los malos. Por suerte, siempre es así. Y cuando no lo es, tenemos que ir a hacérnoslo mirar. Por eso el president Pujol será para los catalanes uno de los referentes de toda una época. Y si seguimos disparándonos tiros entre nosotros, acabará por parecernos la época dorada.

Recuerdo una conversación con mosén Ballarín sobre los hijos políticos de Pujol. Me decía que todos los de mi quinta somos un poco hijos políticos de Pujol. La tentación de los hijos políticos es para unos matar al padre y para otros buscar la aprobación. Pero como padre político, Pujol es y será, nos guste o no, un referente que no podremos evitar. He vivido siempre con orgullo, como muchos de mi quinta, esta filiación, y he transitado, como muchos también, entre estos dos dilemas. Tengo quizás una suerte: he podido siempre decir libremente en qué punto de la relación me encontraba. Por eso no me sabe mal recordaros que todos, os guste o no, acabaréis decidiendo cómo querréis recordarlo. No hará falta que lo pongáis por escrito, que no tiene mucha relevancia. Dejaos simplemente empujar por la historia.

Lo que he dicho para los de mi quinta, es válido por todo el mundo. Construiremos un recuerdo del president, unos y otros, muy particular, como no puede ser de otra manera. "Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra", dice uno de los fragmentos de los evangelios más conocidos (Juan 8:7). Muchos corrieron a lapidar al president. Unos por rencor, otros para demostrar que no eran de los suyos, otros por costumbre. Solo os pido que miréis el balance de su vida y su obra, y decidáis cómo lo queréis recordar. A mí solo me sale un "gracias, president".