“Ay joven, a mí cuando se me pide siempre procuro hacer. Si después se valora o se olvida, es otra cosa. Lo que nunca haré es pedir nada para mí”. Así conocí a Fermí. Nunca olvidaré ni el momento ni el lugar, porque me impresionó. Esta frase, que fue la respuesta a una pregunta que ahora no viene a cuento —quizás un punto atrevida, teniendo en cuenta que la hacía a alguien a quien apenas había saludado un par de veces—, reúne todo un sistema de valores y una forma de ser. No es habitual que la primera frase de la primera conversación que tienes con alguien te defina cómo es y cómo funciona esa persona. Me impresionó. Lo recuerdo con cariño y procurando entender que, más que lamentar su muerte, es necesario reivindicar su vida.
Fermí Puig fue un gran cocinero, pero sobre todo era un sabio. Generoso, discreto y muy listo
Fermí Puig i Botey, nacido en Granollers en 1959, ha muerto después de unos meses de hospitalización. Doy el más sentido pésame a su familia, a sus compañeros del Restaurant Fermí Puig y a todos sus amigos, que son muchos y buenos. Después de más de 45 años dedicados al mundo de la restauración, deja un legado muy importante: ha tenido un papel determinante para potenciar y dar prestigio a la cocina tradicional catalana, ha creado escuela y ha hecho divulgación a la sociedad. Por eso, un grupo de amigos primero, y el pleno del Ayuntamiento de Granollers después, pidieron que se le conceda la Creu de Sant Jordi. Me sumé públicamente, recordando su “nunca pediré nada para mí”, pensando “pues yo sí”. Porque objetivamente cumple los requisitos: Fermí Puig destacó por los servicios prestados a Catalunya en la labor de defensa de su identidad, ya que potenciar y actualizar la cocina tradicional catalana es defender la identidad de Catalunya. También la labor que desarrolló como divulgador a través de numerosos libros y programas de radio ha contribuido a restaurar la personalidad del país desde un plan cívico y cultural, otro de los requisitos que pide el galardón. Experto como era en historia y en la forma de ser de los catalanes, se va —sin hacer ningún reproche— subrayando una de nuestras carencias: no sabemos valorar suficientemente el talento que tenemos cuando lo tenemos. Solo somos capaces de valorarlo, y aún, cuando se marchan.
Fermí Puig fue un gran cocinero, pero sobre todo era un sabio. Generoso, discreto y muy listo. Con un gran interés por el buen funcionamiento de las cosas, sobre todo por el Barça y por la marcha del país, dos de sus grandes pasiones. Tenía siempre mucha información. Conocer lo que se ha dicho en el Drolma —restaurante del hotel Majestic que le hizo ganar una estrella Michelin— y en el reservado del restaurante Fermí Puig de la calle Balmes, sería la mejor crónica de los últimos 30 años. Y la gestionaba con discreción y con inteligencia. La forma que tenía de decirte las cosas importantes era brillante. Era consciente de su papel y dominaba perfectamente la escena. Cuando teníamos más confianza, le hice una segunda pregunta atrevida. Tiene que ver con su dominio de la escena. Un día, después de comer, no salió a saludar a los comensales como hacía habitualmente, y era justo un día en el que se habían oído cuatro gritos en la cocina. Nada del otro mundo, pero me generaron cierta sorpresa. Y así se lo dije. Se rio y me dijo “no te preocupes y no hagas caso. Me gusta salir a saludar a los clientes y me parece que a ellos también les gusta, pero si por trabajo no puedo salir, cuando oyen mi voz en la cocina saben que estoy ahí”. Fermí era una institución. Una inspiración moral para tratar de hacer las cosas bien hechas. Porque él así las hacía y lo mismo esperaba de los demás. Un pilar de quienes sostenían una idea concreta de país. Gracias, Fermí. Uno de nuestros referentes.