Los regímenes dictatoriales o autoritarios disponen de sistemas muy rodados para establecer la censura sobre los medios de comunicación, y, en general, sobre la vida en sociedad, de manera que solo llegue a la población aquello que el régimen considere que tiene que ser conocido, y de la manera en que tiene que serlo.

Ingenuamente, se podría considerar que, en las denominadas democracias representativas, eso ni existe ni tiene razón de ser. Y sí, tendría que ser así, pero no es así. Son múltiples los sistemas ideados para hacer llegar información sesgada a los ciudadanos, y sigue habiendo temas que no se tratan o que "no conviene que se traten".

 

El periodismo ha perdido el monopolio de la información y está perdiendo el de la credibilidad en la información

 

Para hacerlo posible, los poderosos (del estamento que sean: político, económico, religioso, social, cultural, etc.) pueden contar con la cooperación de editores y periodistas, siempre que se establezca el nivel de compensaciones (ideológicas, económicas o de puro intercambio) que ambas partes consideren adecuado. Se intenta siempre maquillarlo de la mejor manera posible, pero el lector conocerá casos de temas que no se tratan en nuestros medios de comunicación, o de grandes empresas que nunca tienen problemas con nadie, o de puntos de vista que resultan opacos para muchos gacetilleros.

El hecho es que el periodismo, en conjunto, ha perdido el monopolio de la información, gracias o por culpa de la eclosión de las redes sociales, y está perdiendo a marchas forzadas el de la credibilidad en la información. A fuerza de mezclar información y opinión, y a fuerza de atribuir la condición de tertuliano a unos cuantos loros de repetición, he aquí los resultados que han obtenido y los que se están a punto de alcanzar.

Ahora bien, las redes sociales tampoco son inocuas. La vehiculación "algorítmica" del conmigo o contra mí, el sesgo en la presentación de los hechos, el lanzamiento de opiniones nada contrastadas, o hacerlo ir todo a lo bruto, hacen que las afirmaciones se tengan que coger con pinzas, y que haya que contrastar aquello que se lee. Su inmediatez y su gratuidad a menudo no hacen ningún bien al establecimiento de la verdad.

Por otra parte, tenemos personas o colectivos que se creen que tienen el derecho de establecer sobre qué se tiene que hablar, cómo se tiene que hacer, cuándo, y con qué anatemas serán penalizados los que no se doblen a los criterios dogmáticos establecidos por el colectivo en cuestión. Y criterios dogmáticos hay de muchos tipos.

Las ideologías mortíferas de los últimos dos siglos (fascismo, comunismo, islamismo radical) no paran de ganar terreno en nuestras sociedades, y se asegura la banalización de ellas tanto en las redes sociales como en la arena política e intelectual. Eso nace de un grave error: cuando la conciencia colectiva, tetanizada, cree esquivar el peligro ejerciendo una tolerancia, que acaba comportando que estas ideologías mortíferas se presenten como una opinión entre otras.

Hace años era impensable pedir a un caricaturista que ponderara su expresión. Ahora, bajo un miedo legítimo, que se basa en el pretexto de no "estigmatizar a los oprimidos", la autocensura se ha convertido en norma, tanto en medios educativos como en la prensa, y se hace difícil saber cuántos enseñantes y cuántos dibujantes evitan, por miedo de represalias, los temas que pueden molestar. Esto es, hoy por hoy, mucho más frecuente en otros estados europeos, pero no estamos al margen de ello ni sabemos cómo podrá avanzar esta autocensura en nuestra casa.

Avanza peligrosamente la idea que el humor puede ser un racismo, descendiente de un viejo espíritu colonial que se atribuye demasiado fácilmente a los europeos de hoy en día, y que según los nuevos censores habría podido derivar en una especie de condescendencia, que culminaría en el sentimiento de que, a diferencia de los judíos o de los cristianos, los musulmanes son incapaces de un segundo grado, y que uno no sabría y no podría, sin ser un racista, reírse de su religión.

Por todas partes, la cobardía progresa al ritmo del odio. Y demasiada gente hace mención de delitos de odio cuando se trata simplemente de dejar de ser cobardes ante estas ideologías mortíferas que nos quieren callados. Ha costado mucho avanzar, si se ha avanzado, hacia las bases de la Ilustración, para abandonarlas ante la imposición de la fuerza, del dogma o de la intolerancia.

Hay que estar atentos, porque hay mucha gente, demasiada gente, con mentalidad de censores. Hay demasiados que están dispuestos a establecer qué está bien y qué no; que quieren imponer un pensamiento único; que quieren establecer cómo tienes que hablar; que establecen aquello que es correcto; que quieren establecer sobre qué puedes hablar y sobre qué no, y que delimitan los tiempos y las formas en que, eventualmente, puedes hacerlo.

Estuvimos acostumbrados a unos censores unívocos y unidireccionales, bajo la dictadura franquista y con la ayuda de la ideología nacionalcatólica, pero el drama es que hoy, de censores, hay de muchos tipos, pueden disparar pluridireccionalment, y a veces no son los que uno espera. Pero hay que desenmascararlos igualmente.