Desde que tengo memoria, ERC siempre entra en crisis cuando el país se siente impotente para vehicular sus aspiraciones, después de haber pasado por todas las fases de la comedia y el cinismo. Pasó a mediados de los años ochenta, cuando se vio que la autonomía servía más para vigilar el país que no para impulsarlo. Volvió a pasar en los años noventa, cuando Quebec puso la autodeterminación en el mapa. Y después durante el segundo tripartito, cuando quedó claro que el PSC era un partido de obediencia española, y que Carod-Rovira y Joan Puigcercós no eran más patriotas que los dirigentes de la vieja CiU.

Como ya he escrito un par de veces, el autonomismo empezó a morir el día que las bases de ERC forzaron a la dirección del partido a posicionarse contra el Estatut. El régimen del 78 salvó la situación por los pelos, pero el texto nuevo no cuajó y esto permitió que el país se pudiera concentrar sin muchas discusiones en las consultas populares. Si ERC hubiera apoyado el Estatut pactado por Mas y Zapatero, la Catalunya oficial habría quedado maniatada por una generación y no creo que el PP hubiera llevado el texto estatutario a los tribunales —o que la sentencia hubiera sido la misma.

La novedad que presenta esta crisis es que no hay un autonomismo que pueda aprovecharla en su favor, ni tampoco suficiente capital político para llenar el agujero que dejará la batalla campal que se acerca. El mundo convergente es un cadáver en descomposición y el mundo socialista ha perdido el contacto con el país que fundó el PSC. La propia ERC tampoco es el partido de antes del procés. En las crisis anteriores había siempre alguna facción idealista, conectada con los sueños del país, que tenía prisa para sacarse de encima el yugo español. En la crisis actual el elemento más subversivo es Oriol Junqueras, que a la vez es el que parece más sistémico de todos.

Madrid y sus amigos necesitan pasar página del 1 de octubre, y volver a fracturar la continuidad histórica en Catalunya para poderla españolizar sin resistencia

Después del 1 de octubre, Junqueras estampó a ERC contra el edificio constitucional español, como estos ladrones que incrustan un coche en el escaparate de la joyería que quieren robar. Los cargos de su partido que ahora piden su cabeza estuvieron contentos mientras pudieron entrar en la joyería y llevarse los diamantes a manos llenas. Mientras parecía que Junqueras solo utilizaría la rendición de su partido para repartir prebendas entre los suyos, todo el mundo parecía muy contento. Ahora que ERC paga las facturas de una estrategia política realmente audaz —aplicada por sus cargos con muy poca ambición—, todos los que colaboraron con el 155 piden su cabeza.

La política de incrustación ha dejado a ERC abollada, pero la sociovergència ha quedado desecha y ni el PSC ni el mundo de convergencia tienen capacidad para barnizar la sumisión de Catalunya. Regalando sus votos a Pedro Sánchez, cuando Ciudadanos estaba en su mejor momento, y manteniendo tercamente su apuesta, Junqueras ha provocado un duelo entre el PSOE y el PP por el control del Estado que no tiene vuelta atrás. La estrategia reformista no es la que habría elegido yo, pero es la que ha dado resultados más visibles, y no parece que los actores que piden la cabeza de Junqueras tengan una mejor.

La crisis actual de ERC ya no recoge las discusiones tradicionales del país sobre sus sueños y sus disputas ideológicas. La política de Junqueras ha puesto sobre la mesa un debate más crudo, que gira alrededor del papel que los partidos deben tener en la Catalunya que viene. ¿Tienen que ser herramientas o tienen que ser comederos? ¿Tienen que ser el motor de movimientos líquidos u organizaciones leninistas? ¿Tienen que proteger el prestigio de las instituciones al precio que sea o la capacidad de los ciudadanos de tomar decisiones responsables —la abstención incluida? En una democracia colonial como la nuestra, contar la fuerza política solo con los votos es una estrategia suicida.

Igual que le pasa a Puigdemont, Junqueras ha dejado de ser útil para Vichy porque el exilio y la prisión ya no tienen tirada electoral. Además, Madrid y sus amigos necesitan pasar página del 1 de octubre, y volver a fracturar la continuidad histórica en Catalunya para poderla españolizar sin resistencia. Mucha gente ha cogido prisa para jubilar a Junqueras y a Puigdemont, por el mismo motivo que mucha gente se adaptó al 155, cuando era el momento de rebelarse. Los dos últimos símbolos del procés llevan malos recuerdos a los oportunistas que callaron cuando la herida estaba tierna. Pero hemos llegado tarde para dejarlos atrás o para hacerles pagar nuestras desgracias políticas.

Si no aparece un genio que no veo, quien quiera hacer avanzar el país lo tendrá que hacer con ellos, mientras la abstención va engordando al puerco socialista.