Hace un par de semanas, el vicepresidente de los EE. UU., J.D. Vance, hizo unas declaraciones en las que manoseaba el ordo amoris de San Agustín para justificar las políticas migratorias de la administración Trump. Para revestir de tradición católica unas ideas que de tradición católica no tienen nada, para que nos entendamos. Unos días después, teletres utilizaba el ejemplo de una familia católica para hablar del fenómeno de las tradwife en los EE. UU. Bien, en este segundo caso hace falta tener en cuenta que quizás habría que hacer otra columna más extensa sobre los referentes perezosos de nuestra televisión pública y cuáles son los orígenes confesionales —que no son católicos ni mayoritarios dentro del catolicismo— del fenómeno tradwife. Tanto en el primero como en el segundo caso, sin embargo, hay un sector que parece más proclive a abrazar este tipo de discursos: los conversos y los potenciales conversos. Me gustaría explicar por qué pienso que esto es así y me gustaría conseguirlo sin caer ni en la condescendencia ni en el prejuicio. Y sin que parezca que riño a la buena gente que ha tenido el gozo de poner en marcha una vida renovada gracias al don de la fe, sobre todo. A ver si puedo.

Convertirse es volver a enamorarse por primera vez. La ligereza que ofrece descubrir la presencia de Dios en todo y siempre lo hace todo nuevo. Cada persona, cada momento y cada espacio están ahora evidentemente religados en un mismo sentido. Convertirse es ver todo aquello que hace años que das por sentado bajo la luz de una verdad tan colosal que deslumbra. Convertirse es encontrar paz en la desazón que hace demasiado tiempo que te hace arrastrar los pies. De hecho, ser creyente y presenciar una conversión es como tener pareja e ir a una boda: en el amor del otro hay una alegría contagiosa. He comparado la conversión espiritual al enamoramiento porque, pese a que cada coyuntura tiene unas particularidades únicas, ambas desembocan en un gozo sostenido que puede asimilarlas. En una euforia, incluso, que hace que el comportamiento del enamorado y el converso se parezcan bastante. Mishima canta "tan petit, insignificant. A les teves mans, un tros de fang” [tan pequeño, insignificante. En tus manos, un trozo de barro], refiriéndose a la manipulabilidad del ebrio de amor y aquí, el enamoramiento humano y el enamoramiento de Dios también pueden encontrarse.

Enamorarnos nos hace manejables. Adivinar la virtud de aquel que es objeto de nuestro amor, mezclado con la intensidad emocional propia de la cosa, hace que sus defectos pasen desapercibidos. Con Dios eso no tiene trampa, porque Dios no tiene defectos, ni malas intenciones, ni maldad en general. La conversión, sin embargo, también va revestida de una intensidad emocional y de un sentido de la novedad —entremezclados con la falta de experiencia de una fe vivida— que hacen del converso un receptáculo perfecto para ciertos discursos. Me sabría mal que se me malinterpretara cuando utilizo la palabra "converso", porque de una manera u otra, todos —también los que fuimos bautizados de niños— hemos vivido un proceso de conversión para aprender a relacionarnos con Dios y vivir de acuerdo con su amor. O intentarlo sin perder la esperanza, que es lo que nos prometemos cada vez que salimos del confesionario. Un cristiano está llamado a convertirse cada día, así que cuando escribo "converso" me quiero referir a aquellos que han vuelto a la fe después de mucho tiempo o se han bautizado estando ya en edad adulta.

La euforia de tener en las manos esta verdad en un mundo en el que parece que ya no hay nada que sea de verdad, sin embargo, sí que nos hace manipulables. Sobre todo, si de la fe solo tenemos una experiencia intelectual. O una experiencia espiritual muy tierna.

En una conversión, el objeto de nuestro amor —Dios— no nos manipula. Dios nos ha hecho libres de creer en él y nos trata como seres únicos con una dignidad y con una libertad radicales. Somos sus hijos y nos ama incondicional e infinitamente. La euforia de tener en las manos esta verdad en un mundo en el que parece que ya no hay nada que sea de verdad, sin embargo, sí que nos hace manipulables. Nos hace manipulables, sobre todo, si de la fe solo tenemos una experiencia intelectual. O una experiencia espiritual muy tierna. Una fe vivida es una carrera de fondo, una prueba de obstáculos paralela —o sobrepuesta— a la prueba de obstáculos que ya está, por sí misma, en nuestra vida. Sin esta experiencia, sin este vínculo personal con el Señor en las contingencias de la vida, sin la conciencia de que no hay un Dios hecho a medida, pero que sí que hay una relación personal con Dios para cada uno de nosotros, para todos los que hacemos y han hecho la Iglesia, sin referentes de una vida entregada a Dios, hay discursos que pueden aprovecharse del radicalismo de quien justo acaba de abrazar una propuesta radical de Amor y convertirlo en un mero radical. Entendiendo que entre la fe y la política está la moral, y que la fe tiene consecuencias ideológicas, hay un radicalismo político que atiza el vigor del converso.

Este tipo de discursos no permiten entender cuál es el papel y cuál es el mensaje de la Iglesia —que es el mensaje de Cristo— en el mundo. Que una y otra son posiciones enfrentadas lo evidenció el Santo Padre con su carta a los obispos norteamericanos después de las declaraciones del vicepresidente Vance. Lo repito: el mensaje de Cristo es una propuesta radical de Amor. Nadie tiene un conocimiento más vasto de nuestra alma, nadie puede saciarnos de raíz como Él. Fuera del Amor, somos radicales sin más. Todos los radicalismos que no empiezan y acaban en este Amor quedan fuera del mensaje de la Iglesia. De hecho, por eso existe la Iglesia: para otorgar una interpretación de la Escritura, para garantizar que se mantenga el mensaje de Cristo en la tierra sin adulterarlo. De ahí su unidad, su universalidad y su jerarquía. Es curioso, porque todo aquello que a veces se considera demasiado rígido de la Iglesia también es aquello que le permite decirle al vicepresidente de los Estados Unidos: "tu interpretación del ordo amoris de San Agustín queda fuera de la doctrina católica".

La Iglesia es santa, pero es humana y está en el mundo, no es ajena a él. No es ajena, tampoco, a los movimientos tectónicos de la política. En la radicalidad del converso puede estar el tipo de radicalidad que entronca con la ola política reaccionaria de hoy, claro está: J.D. Vance o Jordan Peterson beben de aquí, y aunque quizás no son el tipo de carisma que me representa, forman parte de la Iglesia tanto como el sacerdote más mochilero. También es justo salir del marco politicohistórico catalán —y español— para tener una buena perspectiva confesional. En Estados Unidos, el tipo de prédicas que invitan a la mujer a volver a la cocina y dedicarse exclusivamente a los hijos no nacen de la Iglesia católica. Una cosa que podría haber hecho la teletres, por ejemplo, es investigar qué tipo de prédicas se profieren en las megaiglesias evangélicas. O rascar un poco, y descubrir que las tradwives más emblemáticas son mormonas. Las redes sociales te muestran su contenido tan pronto como el algoritmo detecta que eres una persona religiosa. En fin, supongo que en una televisión pública como la nuestra, pedir que alguien trabaje es pedir demasiado.

El mensaje de Cristo es una propuesta radical de Amor. Fuera del Amor, somos radicales sin más. Todos los radicalismos que no empiezan y acaban en este Amor quedan fuera del mensaje de la Iglesia

Después de las polémicas declaraciones del vicepresidente de los EE. UU., X se me llenó de cuentas procurando explicar cuál era el error de interpretación y de politización de la cosa. También vi algunos memes al respecto. Siempre hace ilusión, ver memes. Uno de los que me llamó más la atención era el que comparaba un católico recién convertido y la literalidad con la que leía las epístolas de San Pablo, y el mensaje sencillo y de amor de alguien que quizás ha pasado la etapa del enamoramiento más tierno, pero no deja de querer enamorarse cada día. Del converso y del curtido, para que nos entendamos. Sin embargo, el converso que hace una aproximación talmúdica de la Escritura sin tener en cuenta cómo la Iglesia encaja el mensaje, no entenderá ni la una ni la otra. La fe causa revuelo. Entender el lugar que tenemos que tener en la Iglesia, cómo integramos el Evangelio en la plegaria y en la vida y cómo seguimos a Cristo más allá de utilizarlo para justificar ciertas posiciones políticas causa mucho revuelo. Causa revuelo y no se acaba de hacer nunca bien del todo, por eso formar parte de la Iglesia pide entrenar la comprensión e intuir que la tolerancia y el perdón con quien no piensa como nosotros son gestos del espíritu que, en determinados momentos, se rozan. Gracias a Dios, la convivencia y la unidad de los católicos se aguantan sobre una institución —con todos sus defectos— que hace dos mil años que cuida de ello.

En quien articula su fe desde la religión, ambas forman parte de su identidad. Como en todo aquello que nos va por dentro, se configuran a través de vasos comunicantes. Estos días he estado pensando que esta pujanza del catolicismo puede desembocar en un catolicismo que mire más a Washington que a Roma, en un talante que utilice la tradición de donde bebe para revestirse de profundidad más que para vivirla y hacerse cargo de las consecuencias morales, espirituales y vitales que eso comporta. Con esto quiero ser cuidadosa, porque no soy nadie para juzgar la fe de los otros. Yo ya tengo suficiente con mis batallas. También he pensado en la gente joven —de mi generación o más joven— que se convierte, y en los recursos que tienen al alcance para profundizar en la Escritura, en la doctrina y en la historia de su Iglesia. A la joven que acaba de abrazar la fe, TikTok solo le enseñará a hacer pasteles, a partir de ahora.

Para poder ser universal, el catolicismo también debe inculturarse y debe poder ser local, y en eso los catalanes lo tenemos chungo, porque como en tantos otros frentes, la Iglesia que está presente en nuestro país hay batallas que ha decidido no luchar. Tenemos la herencia, tenemos la tradición y tenemos la historia, pero hace falta algo más. Hace falta presente. La consecuencia de esta rigidez es que la relación con la posibilidad de convertirse que tendrá el potencial converso será a través de discursos interesadamente superficiales y adulterados. Los conversos tienen que poder tener referentes cercanos, como los tuviste tú y como los tuve yo, que he podido disfrutar de una buena relación personal con el mosén de mi pueblo, de lecturas que hablan de la fe en mi país, de un abanico de santos y de santas cercanos en los que reflejarme, y de una formación que me permite escuchar las declaraciones de J.D. Vance y entender por qué chirrían. El converso tiene que poder escoger su carisma en la Iglesia, pero ahora mismo, en Catalunya, por muchísimas razones que a favor de la paciencia de todos hoy me abstendré de enumerar, esta decisión está viciada. Procuré explicarlo aquí, no sé si lo conseguí. Tampoco sé si lo he conseguido hoy tratando todas las ideas que quería tratar. Si he ofendido a alguien porque no he utilizado las palabras adecuadas, o porque he tratado con más condescendencia de la cuenta según qué, no tendré ningún inconveniente en disculparme.