En estos tiempos inciertos, en los que vivir es un arte, como dice la canción, se descubren algunas señales que, dentro de esta moda de etiquetarnos como productos para ser colocados en un estante de la Humanidad, llaman la atención. Es la nueva revolución, la del gusto por lo tradicional. Podría decirse que lo contracultural ahora, el grito más revolucionario y rompedor, es defender lo menos nocivo, la prudencia y lo que venían siendo valores tradicionales en el Occidente más moderno. Podría pensarse que lo contracultural es minoritario, y seguramente aún lo sea, pero deseo con ganas que avance la tendencia y conquiste a más y más revolucionarios. Ojo, que mirando a medio y largo plazo, defender esta contrarrevolución tradicional puede que nos lleve a un escenario de supervivencia. Me explico.
Las vacaciones de verano pueden ofrecernos una ventana de oportunidad para pensar. Para aburrirnos y asomarnos a esa caja de Pandora que, en el fragor de los ritmos insostenibles del calendario laboral, tenemos bien arrinconada. Puede que un buen día, meciéndote en la hamaca (la de siempre, una tela atada en sus dos extremos) y mirando nubes (de las tradicionales, de las esponjosas, no esas rayas que atraviesan el cielo pintando un tablero de ajedrez), leamos ese libro que nos haga pensar en cada párrafo. Que nos abstraigamos de pantallas, y decidamos usarlas para nuestro servicio, durante un tiempo limitado al día, y recuperemos el silencio y los tiempos vacíos para respirar y observar a nuestro alrededor. Esto puede suceder más allá de las vacaciones, créame. Y sería importante y necesario. Es el primer acto de la nueva revolución: asomarse a los teléfonos inteligentes para informarse, conversar o perder el tiempo, durante un tiempo tasado. Cerrar la posibilidad de que un cacharro esté asaltándonos constantemente con notificaciones sobre cualquier cosa que seguramente nos genere estrés. Convenzámonos: si algo es verdaderamente urgente, nos enteraremos sin necesidad de estar constantemente “disponibles”.
Lo más revolucionario en estos días de verano resulta ser volver al pueblo.
Quizás también, en el vaivén de la hamaca, nos demos cuenta de que la tele nos roba mucho tiempo, y nos mantiene atentos a lo que otros quieren. Es como mover un hilo ante un gato. Igual. Buen momento para reflexionar sobre la información que recibimos, sin querer, y que queda en nuestra mente como una capa viscosa que nos impide organizar bien nuestros pensamientos. Los nuestros, los que nosotros debemos crear por nosotros mismos. El siguiente paso revolucionario es asumir el control de la información que recibimos. Ser críticos y eficaces para gestionar mejor nuestro tiempo: asomarnos a buscar la información, a ser posible de varias fuentes distintas, durante el tiempo que mejor nos convenga, y también, de manera tasada. Gestionar. Se trata de gestionar. Y para eso hace falta tener la mente calmada, y poder plantear escenarios. Salirse del rebaño, en definitiva, en la medida de lo posible. Y ser conscientes de que cada decisión que se toma, sobre lo más nimio, puede incidir de manera muy relevante en ámbitos fundamentales de nuestras vidas. Organizar bien el tiempo, que es lo único que no podemos multiplicar, ni recortar, puede suponer multiplicar nuestra salud (mental y física), con todo lo que eso conlleva para todo lo demás.
Procurar caminar, por ejemplo, más cada día, es una decisión interesante que requerirá de tiempo y fuerza de voluntad. Pero que nos aportará salud y, seguramente, ahorraremos dinero. Es mucho más saludable introducir caminatas en nuestro día a día, que pegarnos palizas concentradas en un gimnasio dos veces por semana. Este acto revolucionario, como los demás, nos puede empujar a la calle, propiciar encuentros con vecinos, y recuperar los saludos. Tenga cuidado porque puede ser realmente impactante. Y en esos paseos, tratar de introducir la compra en la carnicería, la pescadería, la frutería más cercana. Consumir, en la medida de lo posible, productos frescos, además de ser de lo más saludable, curiosamente también resulta más económico. Por no hablar del impacto positivo que tendría en nuestra economía, la de la gente trabajadora. Ni que decir tiene el gusto por disfrutar de la conversación con la carnicera, el pescadero o la frutera que te recomiendan, te orientan y te descubren alimentos y recetas.
Salgamos al campo. Hagamos un bocata, cojamos la mochila y recorramos los montes, los pinares. Busquemos setas, vayamos al río. Y no dejemos ni rastro allí de nuestra presencia. Es un plan sano, divertido, y barato. Todo un plan revolucionario. Aprendamos un poquito de las costumbres de los sitios, de sus canciones, de sus comidas, de sus celebraciones. Y si nos encaja, asomémonos a disfrutarlo. A veces gastamos muchísimo dinero para visitar lugares remotos, cuando no nos hemos preocupado lo más mínimo de mirar con ojos de turista lo que tenemos al lado. Lo más revolucionario en estos días de verano resulta ser volver al pueblo. Y cada vez son más los que descubren esos días de tiempo lento, de respirar los aromas de la tierra, del campo, ver noches estrelladas. Charlar “a la fresca” por la noche, con los vecinos. Olvidarse de las noticias, del ruido, y pasear. Lo más revolucionario es escuchar a los niños, entre risas, jugar “a los cabezudos”, “beso, verdad o atrevimiento", y pasar de las pantallas. Un palo, una piedra y una charca son capaces de darles la tarde más divertida del año. Y, sobre eso, en la hamaca, hay que reflexionar.
No ceder, no sucumbir, ante los ritmos frenéticos, el ruido ensordecedor y los estímulos constantes que tragamos como si no hubiera otra opción. A pesar de la ciudad, por pequeña que sea, puede haberla. Es una necesaria revolución. La de pensar, la de sentir, la de parar, la de vivir.