Que un hombre de talante tan prudente y diplomático como Josep Sánchez Llibre, al cual, con casi treinta años de experiencia política en el Parlament y en el Congreso, no se le conoce ninguna estridencia dialéctica, llegue a decir que la política de vivienda del Govern Illa es “el mayor ataque en democracia a la propiedad privada”, quiere decir que la sangre ha llegado al río.

Detrás de las declaraciones del presidente de Foment no solo hay un enfado y una preocupación enormes por las iniciativas del Govern —sustentadas por ERC y Comuns— en materia de vivienda, sino también por el atentado contra la libertad de empresa y por las medidas fiscales que están convirtiendo Catalunya en un auténtico infierno fiscal. Como últimos ejemplos, lo que la Patronal llama “asfixia premeditada” contra el mundo empresarial: la duplicación de la tasa turística o la reforma del Impuesto de Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentales que, según Foment, “constituye de facto una pena económica encubierta a los propietarios que optan por no alquilar sus inmuebles, sino venderlos”. Si añadimos a la política impositiva y a la ofensiva contra el derecho a la propiedad —base de la democracia liberal—, la amenaza de la OPA contra el Sabadell que, en caso de producirse, puede hacer un daño irreparable a las pymes, medianas empresas y emprendedores en general, la alarma se dispara. Y, si al mismo tiempo, constatamos el permanente agravio contra Catalunya en inversiones, infraestructuras y sectores claves, la alarma se convierte en una verdadera red flag. El mundo empresarial está seriamente preocupado y no es por los intereses de los poderes fácticos de turno —según la retórica ad hoc de la izquierda clásica—, sino por los intereses del eje productivo catalán, fundamento de la economía de nuestro país.

Las declaraciones han estallado con inusual dureza a raíz del tema de la vivienda, pero es la punta del iceberg de un enfado general por la filosofía que late detrás del relato político que se está imponiendo en Catalunya —y en España— y que, en sustancia, es el calco de un fenómeno que ya ha arraigado en algunos países gobernados por dogmáticas de izquierdas. ¿Estamos en un revival de lo que se había denominado el “neocomunismo” y que ha generado algunos engendros abominables en la América Latina? Es cierto que la palabra “comunismo” en cualquiera de sus formulaciones parece una antigualla más propia del coco para asustar a los chiquillos que del análisis político. Pero el hecho es que desde que cayó el muro de Berlín y se hundió cualquier posibilidad de vender el comunismo como una fórmula viable —y recomendable—, han aparecido muchos fenómenos ideológicos vinculados a las ideas-fuerza de la vieja ideología. El caso del “marxismo democrático” cubano sería el menos camuflado, pero otros como los impulsados por el chavismo en Venezuela, el kirchnerismo en Argentina, o directamente todo el eje bolivariano, han sido los ejemplos más claros de esta redefinición del viejo comunismo, disfrazado de estructuras democráticas. No hay que decir que en todos estos casos, siempre se considera que el viejo comunismo fue fallido, que no fue auténtico y que los nuevos no tienen nada que ver. Ni siquiera tienen el nombre.

Neocomunismo, socialismo democrático, progresismo alternativo, podemos buscar nombres diversos para un fenómeno ideológico nuevo que, sin embargo, se alimenta de ideas muy viejas. Pero sea cual sea el nombre, el objetivo es evidente: el ataque a la democracia liberal

Pero, de facto, tienen todo que ver. De entrada se trata de un relato que sitúa la libertad de comercio y de pensamiento como bases sociales problemáticas, con una patológica aversión a la iniciativa privada y la propiedad en general. Al mismo tiempo, tienden a defender un Estado paternalista, con una gran capacidad intervencionista y una tutela permanente de las dinámicas económicas privadas, mientras consolidan la estatización de los medios de información. No hay que decir que siempre plantean políticas fiscales abusivas, que castigan la empresa y la iniciativa privada. Y, para remachar la demagogia, acostumbran a odiar el éxito y la promoción individual, y enaltecen el “pobrismo”, como si la pobreza fuera un ideal, y no un lugar del que salir. En realidad, se trata de defender el concepto de las economías planificadas, las cuales nunca han tenido nada que ver con la libertad y la iniciativa personal, sino con la tecnocracia elitista, que concentra el poder en manos del gobierno de turno. Contrariamente a lo que defiende este neocomunismo —adecuadamente disfrazado de progresismo—, es mucho más igualitario el sistema de mercado de las democracias liberales, que este tipo de nuevo socialismo que ni defiende el progreso personal, ni la sana competencia.

En Catalunya, el ejemplo más evidente de este revival pseudocomunista es toda la demagogia en torno al alquiler y la propiedad privada, a la vez que se blanquea el fenómeno de la okupación, el daño social de la cual se minimiza hasta llegar al enaltecimiento. En paralelo, surge la oportuna aparición de sindicatos fantasma, que nadie sabe de dónde salen, ni quién los financia, ni quién mueve sus hilos, pero que sorprendentemente consiguen una propaganda mediática desmesurada, como si fueran un gran movimiento. Sindicatos de inquilinos y fenómenos de igual naturaleza se alimentan de problemas reales, pero con una carga ideológica que va más allá de la cuestión, y aterriza en un enfrentamiento con el modelo social liberal. No son movimientos populares, ni espontáneos. Son procesos políticos que utilizan la retórica populista para vender el producto ideológico. El problema es que en nuestro país eran, hasta ahora, minoritarios, y ahora empiezan a dominar el relato público, seduciendo a partidos que no estaban en la órbita de extrema izquierda, ERC incluida, que se alejan así del espacio central del país.

Neocomunismo, socialismo democrático, progresismo alternativo, podemos buscar nombres diversos para un fenómeno ideológico nuevo que, sin embargo, se alimenta de ideas muy viejas. Pero sea cual sea el nombre, el objetivo es evidente: el ataque a la democracia liberal, con postulados del viejo intervencionismo comunista.