La última entrevista que publiqué en esta casa fue a Duna Ametller, modista y sastra especializada en indumentaria histórica catalana popular, y me dijo algo que todavía ahora me persigue: "Me parece desolador que yo haya tenido que buscar cuál es mi cultura en vez de haberla mamado. He tenido que salir a buscar mi pasado". Una de las consecuencias de ser una nación ocupada es que cada vez menos la catalanidad funciona por impregnación. La superposición de la cultura española sobre la nuestra y el peso de los clichés presentan a la española no solo como una cultura más deseable, sino también como una cultura mucho más accesible. La que está más al alcance siempre es la cultura que tiene más herramientas —políticas, judiciales, económicas, culturales— para imponerse. Desde una perspectiva plana y de presente, la lógica no solo lleva a españolizarse, sino que también hace que nos tiemble la boca cuando toca pronunciar la palabra "identidad".

Este miércoles, el Arxiu Municipal de Barcelona publicaba un tuit explicando que, en 1714, el Consell de Cent "cambió de manos". La historia del país es profunda, recia y rica en detalles que explican el carácter que hoy nos hace. Las sucesivas victorias castellanizadoras y la voluntad persistente de eliminarnos no solo vienen de lejos, sino que dan la oportunidad al españolismo a escribir el relato. De escribirnos, vaya. Ser la nación minorizada, vivir cada día bajo el yugo que trabaja incansablemente para borrarnos del mapa, hace que la relación que desde la catalanidad establecemos con nuestro pasado sea anómala. En definitiva, hace que, si queremos comprender algo que nos identifique, tengamos que "salir a buscarlo". Nos enajena de lo que somos y lo convierte en la opción menos cautivadora. El marco cultural españolizador —que es el oficial— está hecho para que conocer la propia identidad requiera voluntad. Si queremos saber por qué en el año 1714 el Consell de Cent "cambió de manos", tenemos que ponerle ganas.

Negarnos la historia, negarnos nuestro pasado, es la herramienta más eficiente para caparnos cualquier perspectiva de futuro

Parecen pizcas cortas y discretas, pero vienen de un historial de represión largo y sangrante. El españolismo cultural va cortando el hilo que nos une a nuestro pasado. La consecuencia de esto no solo es el esfuerzo que supone conocernos —una posibilidad que, en una nación con Estado, viene más o menos dada—, sino que también supone pensar que nuestra catalanidad es fortuita y que nuestra identidad está vacía. La expresión netamente política de esto es que el anhelo de liberación nacional no solo parezca ilógico e infundado con respecto al presente, sino que también parezcan farsas mirando atrás. Y que, finalmente, por esto, no nos haga ningún sentido que tenga futuro. Todo lo que nos es heredado, todo lo que hace referencia a la catalanidad y que por impregnación o por voluntad nos ha llegado a las manos, es muestra de una supervivencia. Sabiendo esto puede ser suficiente para querer pasar de la supervivencia a la simple vivencia. Para hacernos conscientes de ello, no obstante, tenemos que tirar del hilo.

"Me exalta lo nuevo y me enamora lo viejo", decía Josep Vicenç Foix, y nosotros lo repetimos para hacernos un poco los interesantes. Para no parecer ni conservadores paralizados, ni progresistas incapaces de comprender el valor del pasado, en definitiva. Lo viejo es indispensable para entender lo nuevo: observamos el presente desde un prisma concreto, desde un caldo cultural de siglos. Es una dinámica bastante más elemental de lo que parece: para amar algo, primero debes conocerlo. Si no tienes la posibilidad de conocerlo o de saber que existe, la posibilidad de amarlo se aleja. Negarnos la historia, negarnos nuestro pasado, es la herramienta más eficiente para caparnos cualquier perspectiva de futuro, para disminuir las posibilidades de construir una conciencia colectiva y para desactivar cualquier vínculo emocional con el legado adquirido. Sin pasado no hay pilares atávicos que sustenten la identidad y sin identidad no hay manera fecunda de observar el futuro desde un lugar particular, arraigado, nuestro. El españolismo procura convertir el imaginario de la catalanidad en algo cada vez más escuálido, para que pensemos que no es digno de ser defendido.