Si yo fuera uno de los ciento treinta y tres cardenales que, hoy mismo, ya deben volear la sotana por Roma con el objetivo de escoger a un nuevo papa, estaría mucho menos preocupado por mantener el legado aparentemente progresista del simpático Francisco y cavilaría más bien sobre qué tipo de líder escogería para la Iglesia en un mundo cada vez más regido según la autocracia. Jorge Mario Bergoglio pudo ocupar el trono del Vaticano a consecuencia del auge de líderes aparentemente de izquierda encabezados por Obama (no es extraño que su elección tuviera la base en un complot de la curia americana, en rebelión contra la carcundia europea); contrariamente, el nuevo pontífice tendrá que intentar asomar la nariz en un planeta que se ha reencontrado con el calorcillo del nacionalismo de estilo conservador y con un grupo de magnates que luchan abiertamente contra la idea netamente liberal de los tres poderes.
A inicios de este siglo, Benedicto XVI pensó que la figura del papa tendría que ser un caballo de batalla contra el relativismo posmoderno (entendiendo este concepto como la idea según la cual aspectos fundamentales de la identidad, del tipo género o familia, son meros constructos del pensamiento); pero diría que, a pesar de ser un hombre sapientísimo, Joseph Ratzinger erró completamente el tiro. Porque, lejos de regirse por el sálvese quien pueda filosófico, nuestro presente tiende más bien hacia el absolutismo moral, aunque sea representado por mesías tan poco ortodoxos a nivel ético como Donald Trump o Vladímir Putin. Si yo llevara el color púrpura en el pecho y anduviera por la città aperta, insisto, no me preocuparía mucho el mensaje evangélico de mi secta y pensaría más bien en cuál de mis iguales podrá aguantar el tipo dentro de la selva de las nuevas formas de autoritarismo que giran el mundo.
Si yo llevara el color púrpura en el pecho y anduviera por la città aperta, insisto, no me preocuparía mucho el mensaje evangélico de mi secta y pensaría más bien en cuál de mis iguales podrá aguantar el tipo dentro de la selva de las nuevas formas de autoritarismo que giran el mundo
Tiene cierto cachondeo que, en un cónclave donde los cardenales europeos tendrán un peso más bien testimonial, esta búsqueda de un nuevo tipo de líder vaya de la mano con el problema existencial-identitario del Viejo Continente. En efecto, como ha visto con particular astucia Emmanuel Macron (los gabachos, a pesar de su exasperantemente barroca retórica laica y republicana, llevan todos a un cortesano monárquico en la genética del alma), la elección de un papa que quiera repensar la forma de vida cristiana tendrá que pasar por el capítulo del existencialismo europeo. Por muy démodé que vista, ante candidatos a pontífice global como Luis Antonio Tagle, la idea de Europa es indiscernible de la urbanidad grecorromana; tanto da que en los países europeos cada vez haya menos gente en misa, pues lo importante aquí es ver si el catolicismo podrá sobrevivir culturalmente con una Europa fuera de juego dentro de la política global.
Dicho de otra manera, por mucho que la fuerza del nuevo papado venga del color de su piel, la solidez de la curia todavía guarda una relación privilegiada con los fundamentos de Roma. En este sentido, resulta del todo lógico que las quinielas de los papables tenga un pelo más de variables conservadoras, aunque el actual cónclave esté muy marcado por la sombra de Francisco; servidores del altísimo como Péter Erdő o Robert Sarah tienen pocas opciones de llegar a vestirse de blanco, pero su peso podría decantar la balanza hacia un candidato de consenso y de amplia mayoría que, a su vez, tenga suficiente fuerza para prosperar entre los codazos que avista la política mundial. Si yo fuera un cardenal que pasea por las cavernas del Vaticano, en definitiva, pasaría bastante de ideologías y me ingeniaría alguna forma para convencer a mis colegas de la necesidad de fichar a un hombre fuerte y sano que pueda aguantar la batalla.
No obstante, también sabría que, finalmente, todo ello recaerá en el albedrío del Espíritu Santo. Pero esta es una entidad particular, eso lo conocemos de sobra, con mucha filosofía política en los hombros. Si no, ya me diréis cómo el chiringuito ha llegado a aguantar dos mil veinticinco años, teniéndonos incluso a los ateos encantadísimos de elucubrar sobre quién vestirá de blanco en uno de los pocos Estados orgullosamente absolutistas del planeta.