Es enternecedor que incluso La Vanguardia anime a los alemanes a endeudarse y a girarse contra Rusia y los Estados Unidos para pasar página del 1 de octubre. La democracia ha dejado de servir los intereses de las élites anglosajonas y el mundo castellano, que fue el último de abrazar las urnas, ahora intenta ser más papista que el Papa para disimular la colonización de Catalunya. El imperio español se basaba en la mezcla de culturas porque los castellanos tenían menos historia que los catalanes y tenían que legitimarse a través de los pueblos que conquistaban. Ahora que Occidente quiere dar más fuerza a las raíces que a la voluntad de las mayorías, la euforia de los partidos que encarcelaron a los políticos catalanes empieza a desinflarse.
El otro día corrían por Twitter las imágenes de una manifestación de fascistas castellanos de estos que fueron a Arenys de Munt a intentar impedir la primera consulta popular por la independencia, en septiembre de 2009. Se quejaban de que sus barrios cada día están más islamizados, y yo pensaba en unos abuelos del país que me explicaron como se tapaban las mujeres de los inmigrantes que llegaron a Salou en los años sesenta. Una forma de limitar la inmigración sería hacer cumplir la ley y que, para poder trabajar en Catalunya, fuera obligatorio conocer el idioma y la cultura del país. Pero si después de tantos años de democracia todavía escribes Tarrassa como en tiempo de Franco, supongo que es normal que el país esté lleno de guetos.
España está desconcertada porque las élites anglosajonas han visto que, si no hacen valer las raíces, perderán presencia en el mundo
El odio que el viejo Madrid tiene a Pedro Sánchez viene del hecho de que es el único político del Estado que ha osado entender que España ya no irá a ningún sitio sobre la base de los monopolios que las mayorías empobrecidas daban al mundo castellano. El tono depresivo que ha cogido la prosa del notario Burniol viene de esta pérdida de influencia, que se impuso por la fuerza de las armas y del fanatismo que da la miseria. España está desconcertada porque las élites anglosajonas han visto que, si no hacen valer las raíces, perderán presencia en el mundo y, por lo tanto, favorecen un cierto racismo cultural. En este marco, Madrid siempre tendrá medio pie fuera de Occidente, por más que reivindique la hispanidad, si no se apoya en el sustrato carolingio de Catalunya, y lo respeta.
De hecho, la aversión que algunos sudamericanos muestran hacia el catalán viene de la conexión que nuestro país tiene con el mundo blanco y cristiano que ha forjado los valores de Occidente. La leyenda negra española difundida por el mundo anglosajón no es nada más que una expresión geopolítica de la victoria de la España castellana sobre la España catalana en el siglo XVI. España siempre ha querido formar parte de Europa, pero tiene una relación difícil con sus orígenes y con la fuerza de sus raíces. Por eso, el viejo Madrid despreció las mayorías cuando los pueblos europeos eran más dinámicos y avanzados que sus aristocracias, y ahora hace ver que defiende la democracia con la misma mentalidad cerrada y egoísta de la clase dirigente del Antiguo Régimen.
Todo eso puede parecer abstracto porque el sistema de equilibrios que salió de la Segunda Guerra Mundial requería desarraigar a la población para mantenerse. Pero se entenderá mejor a medida que Ucrania quede reducida a unas fronteras menos artificiales, o que Alemania reivindique el sustrato germánico de algunos territorios que se dieron a Polonia. O que el monopolio peninsular del aeropuerto de Madrid quede limitado por la competencia natural de Barcelona y de Lisboa. Si Putin y Trump están de acuerdo en alguna cosa es en cargarse las concepciones mitificadoras del Estado que surgieron del pacto de Westfalia de 1648. El futuro no irá de nazis o carlistas, como nos quiere hacer creer La Vanguardia. Pero será muy duro con los países que, por miedo o por sentimiento de culpa, no sepan profundizar en su identidad histórica y aprovecharla para proyectarse al mundo moderno.