Puigdemont y Junqueras acuerdan espacios de coordinación para iniciar una "nueva etapa" del independentismo, dicen. Siempre que desde el inicio del postprocés los convergentes han hecho llamamientos vacíos a la unidad para avivar el síndrome de Estocolmo en las filas de ERC, la mejor manera de desactivarles los argumentos ha sido preguntando: "¿unidad, para hacer qué?". Estos aires de novedad con los que Junqueras y Puigdemont reanudan el contacto todavía cuestan más de creer si tenemos en cuenta que los líderes del procés, los del postprocés y los de esto nuevo que pretenden empezar, son la misma gente. Y que, de facto, no tenemos constancia de ninguna estrategia renovada para hacer lo que dijeron que harían —cortar relaciones con el PSOE no es avanzar, es dejar de retroceder—. Es normal, pues —de hecho, es síntoma de una cierta cultura democrática y ojo crítico—, que el catalán medio se pregunte: ¿por qué ahora? ¿Por qué así? Si cuando todos los indicadores apuntaban a una españolización del país y a la necesidad de un rearme ideológico nacionalista parecía que no era necesaria, ¿puede haber algún interés tras este acuerdo más allá del de desbancar a Illa del trono de la autonomía?
Una de las consecuencias —y lo he escrito en numerosas ocasiones— de la institucionalización de la mentira y el sobeteo del simbolismo que ha cargado el procés, es la desconfianza y la frustración con que el electorado catalán se vincula hoy con sus políticos. La distancia entre el lugar adonde se supone que tenía que ir el país y el lugar donde se encuentra ha hecho que, más que reconocer a los líderes del procés por haber hecho posible el referéndum y haber ido a la cárcel por el país, los identificamos con una tendencia a la engañifa. Me parece que esto, en menor o mayor medida, sucede incluso en el caso de aquellos que los han seguido votando. Y me parece que esto, en menor o mayor medida, no neutraliza de raíz el valor simbólico y sentimental que Puigdemont y Junqueras todavía capitalizan, también para aquellos que decidieron que no los volverían a votar. Por eso, de hecho, todavía nos turba ver reducido a una matrícula el día en que los catalanes sobrepasamos las expectativas que teníamos sobre nosotros mismos. Por eso, también, en cada renuncia política que ha acercado el país a las garras socialistas ha habido un luto.
La consecuencia más importante de la represión española contra los líderes catalanes ha sido la sustitución de la lucha nacional por la lucha antirrepresiva y la folklorización de esta última
La desconfianza que ha abonado el eufemismo malicioso, el abuso del gesto y la disonancia entre hechos y discurso ha hecho que, por más que Puigdemont y Junqueras quieran empezar un nuevo ciclo político, muchos nos plantamos en él con los recelos del "ciclo anterior". No hay empuje vacío a la novedad que pueda sustituir —o igualar— el sentido de la novedad —y de la esperanza— de un liderazgo sin la carga histórica de Puigdemont y Junqueras. No hay empuje vacío a la novedad que pueda separar el grano de la paja, separar lo que es bueno de lo que no lo es para encarar un nuevo camino hecho todo de virtud política. Para salvar el símbolo, para no tener que hacer matrículas para reafirmarse en que ellos son los liderazgos que hicieron posible el referéndum del 1 de octubre, si no se quiere —o consideran que no se puede— emprender una acción política verdaderamente emancipadora en términos nacionales, tratar con respeto y preservar el valor sentimental que los catalanes proyectan sobre sus figuras requiere apartarse de la política activa.
Los nuevos liderazgos, sin embargo, no han llegado. La consecuencia más importante de la represión española contra los líderes catalanes ha sido la sustitución de la lucha nacional por la lucha antirrepresiva y la folklorización de esta última. Con esto, los líderes han quedado petrificados porque ellos y el conflicto nacional han pasado a ser la misma cosa. Al mismo tiempo, al haber sido los sujetos contra los que se ha ensañado la represión, su temple ha quedado inevitablemente condicionado por el recuerdo de que, al levantar demasiado la cabeza, existe alguien con poder real encargado de que tenga consecuencias. Al fin y al cabo, es así como se ha articulado durante siglos la dinámica represiva contra los catalanes para garantizar su asimilación. La falta de liderazgos "nuevos" se explica por el modo en que los propios líderes catalanes se han aprovechado para mantener sus cuotas de poder, por el ejemplo intencionado que ha supuesto para las generaciones de posibles políticos que tenían que subir y por la conciencia general de que, más allá de los liderazgos, los partidos independentistas manifiestan una serie de problemas sistémicos —medio estrictamente políticos, medio de carácter— que no se solucionan solamente a base de personalidades de última hora.
El problema no son solo Puigdemont y Junqueras: sería injusto, parcial y redimiría al adversario político de toda responsabilidad plantear el palo en la rueda del independentismo en estos términos. Pero Puigdemont y Junqueras son parte del problema de una manera muy básica y muy sencilla de explicar: porque cuesta creer que se pueda hacer algo nuevo con lo de siempre. Solo con esta contingencia resulta difícil creer que en un contexto de repliegue nacional pueda rebrotar la lucha política sin hacer mucho más. Quizás por eso la matrícula del coche en el que Puigdemont y Junqueras abandonaron la reunión hiere directamente el sentido del ridículo: porque son las figuras políticas de los últimos años, haciendo lo mismo que han hecho en los últimos años —y cometiendo los mismos errores de los últimos años—, esperando que los catalanes que son susceptibles de votarlos reaccionen de una forma distinta. De algún modo, esta voluntad de abrir un nuevo ciclo político sin ofrecer ningún cambio real y tangible en la manera de hacer política, es pedir un salto de fe a los catalanes. Y muchos catalanes, hechos polvo por el desgaste de los últimos años, no pueden ofrecer nada más que sospecha.