En casa disfrutamos de lo lindo la entrevista del querido Ricard Ustrell a la psicóloga y novelista Sílvia Caballol, la mujer que consiguió alejar al obispo emérito de Solsona de la exclusividad sexual con nuestro señor. En su primera aparición en Colapse, la autora de obras literarias primordiales como El infierno en la lujuria de Gabriel se limitó a contar las peripecias que la unieron en sagrado matrimonio a mosén Xavier Novell. El pasado sábado , Caballol decidió dar un paso más en el universo de las celebrities de la tribu, erigiéndose en activista contraria al celibato obligatorio. Dicho de otra forma, Sílvia querría promover una serie de reformas dentro de la Santa Madre (bien factibles, como justificó doctamente) a fin de que su marido pudiera seguir ejerciendo de obispo, aún manteniendo su vida conyugal-familiar, como de hecho pasa sin ningún problema en otras religiones y en el sector más oriental del cristianismo.
Por decirlo en términos estructurales, Caballol querría vivir dentro de una Iglesia donde se permitiera que Xavier Novell repartiera el cuerpo de Cristo entre sus feligreses cada domingo o cuando ocurra para, acto seguido, sacarse la sotana, dirigirse a su casa, y hacer un apasionadísimo polvo con ella. Perdonen la crudeza, pero la petición de un celibato opcional vendría a resumirse así: el obispo quiere follar y hacer misa. Lo podemos escribir con tantos sinónimos y expresiones como permita nuestra gloriosa lengua catalana; fornicar, cavalcar, campanejar-se, fotre un clau, rostollar, manxar, sucar (con opción más heteropatriarcal de añadir "el melindro"), gitar-se, cardar, fer margeres y etc. La cosa va de eso. Bien, de hecho va un poco más que de eso, pues la deleitosa Caballol no solo lucha contra el celibato a fin de que su marido pueda cantar misa, sino para que vuelva a ejercer de obispo, que es cosa de más glamur.
Yo comparto punto por punto los motivos que fundamentan la petición de nuestra protagonista. Aparte de las contingencias teológicas (y del hecho que el celibato sea una prohibición de historia bien reciente en la doctrina jurídica eclesial), considero un auténtico crimen que una determinada fe obligue a castrar la natural sexualidad de los hombres. Si un servidor quiere dedicar (opcionalmente) el disfrutar de su paquete al altísimo no podría oponerme a ello, porque con la parte media del cuerpo cada uno hace lo que quiere y puede. Pero coaccionar a cualquier persona a la renuncia de las peticiones del propio deseo es un acto delictivo. Desde esta perspectiva, deseo que Sílvia tenga todo el éxito del mundo y entiendo a la perfección que para llevar a cabo su lucha se haya aprovechado de la anterior fama y posición jerárquica de su marido para (como ella confesó durante la entrevista) llegar a cartearse amistosamente con el Santo Padre.
El obispo Novell tendría que pedir disculpas a toda la gente que juzgó, coartó y amargó la vida promoviendo la versión más siniestra y estricta del cristianismo, especialmente en el ámbito de la sexualidad
En todo solo tengo una objeción. Viendo que ejerce de portavoz de su ilustre esposo (en su legítima petición de follar y hacer misa), rogaría que Sílvia Caballol exigiera a Xavier Novell algo tan cristiano como pedir perdón. Diría que, antes de erigirse en un apologeta de la apertura de miras ante la sociedad catalana, el obispo Novell tendría que pedir disculpas a toda la gente que juzgó, coartó y amargó la vida promoviendo la versión más siniestra y estricta del cristianismo, especialmente en el ámbito de la sexualidad. Entiendo que el obispo (lo confesó abrazado con su mujer en una breve intervención con Ustrell, antes de la entrevista) quiera establecer un cisma entre el "ciudadano Xavier Novell" y su antigua condición de prelado. Pero las conversiones tienen el límite del daño que tu ideología ha infligido a los otros.
Obispo, entiendo a la perfección que quieras follar y hacer misa. Pero antes, ten la bondad; pide perdón y no utilices a la señora para hacer campaña, que es de mal cristiano. Disfruta de los privilegios que te ha regalado la sociedad de los ateos —la nuestra, la mía—, aquella donde todo el mundo puede ejercer la fe y compartirla, aun yendo descansado de bajos por la vida. Que tengáis suerte. Amén.