Entrada ya la primavera, España sigue sin contar con una propuesta de presupuestos generales para el año 2025 y, a pesar de los interesados relatos que banalizan la cuestión, creo que es un tema de una relevancia tal que impide guardar silencio.

Lo anterior es así porque la cuestión sobre si el Gobierno está constitucionalmente obligado a presentar los presupuestos generales del Estado (PGE) no es meramente técnica: es, en esencia, un asunto de salud democrática. La respuesta exige un análisis detenido del artículo 134.3 de la Constitución Española, pero también de los principios estructurales que definen nuestro Estado de derecho, particularmente la separación de poderes y el control parlamentario sobre el Ejecutivo.

El artículo 134.3 de la Constitución Española establece que “el Gobierno deberá presentar ante el Congreso de los Diputados los presupuestos generales del Estado al menos tres meses antes de la expiración de los del año anterior”. La norma emplea el verbo “deberá”, lo que excluye cualquier interpretación meramente potestativa o facultativa.

Estamos, pues, ante un mandato normativo con un claro contenido imperativo. El legislador constituyente no utilizó la fórmula “podrá”, como lo hace en otros contextos, sino “deberá”, lo que indica la existencia de una obligación de carácter positivo.

Pero este precepto no puede entenderse de forma aislada. El artículo 134 en su conjunto se articula como una norma de naturaleza estructural, que vertebra el ciclo presupuestario dentro de un marco constitucional de equilibrio entre poderes. El control del gasto público y la previsión de ingresos no son meros actos administrativos: son la piedra angular de la legitimación democrática de la acción del Estado que sin presupuestos podrá continuar, pero en modo supervivencia.

Uno de los argumentos más empleados para relativizar la supuesta obligación del Gobierno de presentar presupuestos es la previsión contenida en el artículo 134.4 CE: “si la Ley de Presupuestos no se aprobara antes del primer día del ejercicio económico correspondiente, se considerarán automáticamente prorrogados los Presupuestos del ejercicio anterior hasta la aprobación de los nuevos”.

Este mecanismo de prórroga automática es un instrumento técnico para garantizar la continuidad del Estado, no una dispensa del deber —inexcusable— de presentar presupuestos. Se trata de una cláusula de estabilidad mínima del funcionamiento de los servicios públicos y no puede ser invocada como excusa estructural para dejar de cumplir una obligación constitucional.

La función de la prórroga es contingente, excepcional y limitada temporalmente. No puede ser convertida en la norma general, ni sustituir la obligación de presentar unos nuevos PGE. Convertir la prórroga en costumbre supone violentar el propio diseño constitucional del artículo 134, además de degradar la calidad democrática de las instituciones

Y, además, no podemos olvidar que la legitimidad de la prórroga presupuestaria surge de la no aprobación de unos presupuestos presentados; es decir, no puede haber prórroga presupuestaria sin previa presentación y no aprobación de una propuesta presupuestaria sometida a votación en el Congreso.

La función de la prórroga es contingente, excepcional y limitada temporalmente. No puede ser convertida en la norma general, ni sustituir la obligación de presentar unos nuevos PGE. Convertir la prórroga en costumbre supone violentar el propio diseño constitucional del artículo 134, además de degradar la calidad democrática de las instituciones.

Desde el prisma de la teoría constitucional, la no presentación de los presupuestos rompe el equilibrio entre los poderes del Estado. Si el Ejecutivo rehúsa presentar un proyecto de ley de presupuestos, impide el ejercicio pleno de las competencias del Parlamento, al que le corresponde el examen, enmienda y aprobación de estos (art. 134.1 CE). Esta omisión no es neutra: es una forma de evasión del control parlamentario que, como primera consecuencia, acarrea la imposibilidad constitucional de prorrogar los anteriores presupuestos.

Los presupuestos no son meros cuadros contables. Son la expresión cifrada de un programa político. Presentar los PGE es someter a las Cortes Generales la acción de Gobierno. Por tanto, rehuir esa rendición de cuentas no es solo una infracción del artículo 134.3, sino una desfiguración del principio democrático que inspira toda la arquitectura constitucional.

El artículo 66.2 CE otorga a las Cortes Generales la potestad de controlar la acción del Gobierno. Este control se expresa institucionalmente en muchos mecanismos: preguntas parlamentarias, comparecencias, comisiones de investigación, etc. Pero su máxima expresión se encuentra en la aprobación anual de los presupuestos. No presentar un nuevo proyecto impide ese control efectivo y, por tanto, vulnera indirectamente el principio de separación de poderes.

Hasta la fecha, salvo error u omisión, el Tribunal Constitucional no ha resuelto directamente un recurso sobre la omisión de presentación de los presupuestos en los términos del artículo 134.3. Sin embargo, en diversas sentencias ha enfatizado que el equilibrio presupuestario y la rendición de cuentas económicas son pilares fundamentales del modelo democrático.

Algunos gobiernos han evitado presentar presupuestos durante más de un ejercicio. Esta práctica, además de erosionar la normalidad institucional, distorsiona los principios de transparencia y responsabilidad política

Asimismo, la práctica política de los últimos años ha evidenciado una creciente instrumentalización del mecanismo de prórroga. En periodos de inestabilidad parlamentaria, o como estrategia política de bloqueo, algunos gobiernos han evitado presentar presupuestos durante más de un ejercicio. Esta práctica, además de erosionar la normalidad institucional, distorsiona los principios de transparencia y responsabilidad política, pero, peor aún, nos arrastra a una prórroga presupuestaria no legitimada constitucionalmente porque la única prórroga con tal legitimación es la acordada después de ser rechazada una propuesta de presupuestos generales —basta leer con atención el citado artículo 134.4 de la Constitución—.

No debe olvidarse que una democracia constitucional no es únicamente un sistema de mayorías, sino un entramado de normas que garantiza el funcionamiento regular de las instituciones. La voluntad de un Gobierno, aunque cuente con mayoría parlamentaria —que no es el caso—, no puede anular el contenido normativo de la Constitución.

Lamentablemente, la falta de presentación de los presupuestos no está tipificada como infracción en ningún texto legal. No obstante, ello no significa que esté exenta de consecuencias. En el plano político, puede motivar una moción de censura o una de confianza. Además, puede interpretarse como un incumplimiento grave del programa político por el que se obtuvo la investidura.

Desde una perspectiva jurídica, el incumplimiento reiterado del artículo 134.3 —también del 134.4— podría incluso considerarse una vulneración de la Constitución si llegara a derivarse de una estrategia de obstrucción al control parlamentario. En tal caso, cabría explorar la posibilidad de activar mecanismos de exigencia de responsabilidad, ya sea a través del control político o mediante acciones jurisdiccionales, si se materializase en una inactividad contraria a Derecho, aunque siempre he sido, y soy, contrario a la judicialización de la política.

Insisto, frente a las ambigüedades interpretativas, es necesario adoptar una lectura garantista y exigente del artículo 134.3 CE. Esta norma no puede entenderse como un simple “recomendación” para el Ejecutivo, sino como una obligación jurídica derivada de la estructura democrática del Estado. No se trata únicamente de respetar un calendario, sino de asumir que la presentación de los presupuestos es un acto de rendición de cuentas democrática.

Por ello, es urgente que la interpretación del artículo 134.3 CE —y del 134.4— se ancle en una concepción sustantiva del constitucionalismo democrático. La Constitución no solo exige al Gobierno que gobierne, sino que lo haga bajo el control de las Cortes.

El equilibrio de poderes no se garantiza por la buena voluntad de los gobernantes, sino por normas que vinculan y por una ciudadanía que exige su cumplimiento. Defender el artículo 134.3 —y el 134.4— no es una cuestión de técnica jurídica, sino de convicción democrática.