Este es un artículo literario y largo, pero como toda la literatura, quizás habla también de ti y por eso tienes que saber que nace el martes pasado, cuando esta crisálida que es el invierno se transformada de repente en una primavera sin alas y Autor tomó una decisión: desconectar su teléfono justo después de haber enviado un whatsapp a Dama donde le decía "Me marcho, dejo el móvil en casa, vuelvo a la hora de cenar. Doctora es vieja amiga y ha dicho: Autor, prescribo, como única salvación, el tedio. No conversar; silencio. No leer; letargia. Ni un movimiento. Ni un pensamiento". Hecho eso, Autor dejó el Huawei P30 apagado sobre la mesilla de noche, salió a la calle, empezó a andar sin rumbo Aribau abajo, se encendió un cigarro y media hora más tarde de iniciar esta inesperada pero deseada descompresión, Autor se tropezó cara a cara con el fantasma del adorable malnacido, el imperfecto genio y el asqueroso seductor Eugeni d'Ors.
En las últimas semanas a Autor le había atropellado la vida, a pesar de salir aparentemente ileso. Nada que no te haya pasado nunca a ti. El trabajo, la familia, los compromisos personales, las facturas en tiempos de inflación, los correos electrónicos a deshoras, las polemicas de Twitter con demasiadas menciones, las reuniones a ciento cincuenta kilómetros de casa o los sustos de salud que no avisan. En definitiva, Autor se había convertido en un esclavo del despertador, de las notificaciones en pantalla y de un Google Calendar que, precisamente, no deja nunca espacio libre para citarse con uno mismo. Es decir, para curarse a sí mismo. Por eso Doctora había prescrito a Autor "Ni un movimiento, ni un pensamiento", exactamente lo mismo que otro Doctor había prescrito a Eugeni d'Ors hace más de un siglo: el tedio absoluto, cosa que el Pantarca glosó en Oceanografía del tedio, posiblemente la novela más terapéutica de la historia de la literatura catalana. Más sana que una sobredosis de Diazepam y menos cara que un viaje solitario a la India para encontrarse a uno mismo.
Autor confesó a Xènius que aquella misma mañana Amigo le había comentado que "si quieres saber cómo está alguien, mírale las arrugas en el entrecejo del rostro". Amigo tenía razón, como siempre tienen los amigos: "si te miro a ti", le había dicho, "veo un triángulo de preocupación mayor que la pirámide de Keops". Doctora también le había recomendado a Autor descargarse peso de encima y dejar alguna cosa de todas las que hace, "pero solo puedo dejar una: la que implique abandonarme a mí", había confesado Autor a Amigo. Por eso había decidido descomprimir presión, apagar el móvil una tarde entera y practicar punto por punto la Oceanografía del tedio, cambiando el balneario de Blancafort en La Garriga por las calles del centro de Barcelona, ya que aunque los teléfonos hoy no tengan cables, la vida se convierte en un océano con el líquido amniótico de una placenta cuando en el bolsillo no llevas un aparato con cobertura 4G que te mantenga ligado al mundo, como un cordón umbilical.
"Hoy, la mejor manera de existir es no pensando", dijo Autor a Pantarca. Estar en Instagram es existir, estar en Twitter es existir y estar en WhatsApp es existir, pero a menudo no es sinónimo de pensar ni de sentir, sino de interactuar. De hablar sin contar hasta diez. De vivir del postureo y de cara a la galería, pero sin reflexionar sobre lo que pasa de puertas adentro. Todo eso Autor lo pensó mientras físicamente estaba en el cine viendo El triángulo de la tristeza en V.O., pero mentalmente seguía bajo el agua y sintiendo la voz del Pantarca en cada frase de los subtítulos escrita en la pantalla, ya que aunque Autor tenga cierta urticaria al Noucentisme, no comulgue con los grandes catalanes que se acaban vendiendo a España y sea más partidario de La Ben Nascuda, de Rodolf Llorens, que de La Ben Plantada orsiana, en realidad disfruta cada vez que se aísla del mundo, se olvida de likes, retuits, mails, llamadas y se pasa la tarde charlando con Maestro Odiado bajo el agua.
"Piensas, pues no existes", le dijo d'Ors en un momento dado, entre palomitas. Tenía razón. Autor hacía horas que no existía, ya que nadie le podía llamar, nadie le podía reclamar nada y nadie podía saber dónde estaba, por eso se había sumergido en su propio océano personal: para poder pensar. Sin el móvil en el bolsillo izquierdo vivía incomunicado, liberándose de unos cuantos gramos en la pernera y de varias toneladas sobre los hombros, allí donde cargamos con las obligaciones del mundo, pero eso le provocaba también intranquilidad, porque la libertad a menudo da miedo. Al salir físicamente del cine, por ejemplo, no sabía qué hora era. Ni si Dama estaría esperándololo para cenar. Ni si Madre, que está enferma, habría necesitado contactar por lo que sea con su único hijo. No sabía nada de eso, como tampoco sabía si Lector aceptaría las disculpas de Autor por haber escrito expresamente este texto a la manera orsiana, es decir, con una manera ilegible de leer.
Muchas horas después del inicio de la desaparición, de nuevo Aribau arriba, Autor oyó de repente como alguien decía "¡Pep!", pero ya no era d'Ors, sino Amiga, y de golpe Autor desapareció para volver a ser yo mismo, el humilde columnista con nombre y apellidos, un DNI español, un nickname en Twitter que homenajea a Josep Pla y una amiga como Marina Porras que en la esquina de la coctelería Tándem me confesó haber pasado una gripe terrible, pero de la cual ya estaba recuperada. "Yo también estoy ahora mejor que ayer", le dije, "además, vengo del cine y me he pasado la tarde con Eugeni d'Ors", cosa que no la sorprendió, ya que Marina sabe que la literatura existe para codificarnos a nosotros mismos, los seres humanos, especialmente cuando un martes por la tarde esta crisálida que es el invierno se transforma de repente en una primavera sin alas y cualquier persona, por ejemplo tú mismo, recuerdas que la mejor manera de conectar con la vida es desconectando el móvil durante unas horas.