La tumba de François Truffaut en el Cementerio de Montmartre se despierta, de vez en cuando, con una carta escrita por un amante de las películas del cineasta. Son cartas, a menudo, no encerradas en un sobre y que cualquiera puede leer si la lluvia o el respeto hacia la intimidad entre Truffaut y su devoto epistolar no lo impiden. Es una bella estampa, donde nunca falta una rosa sobre la lápida y, puestos a imaginar, siempre veo a la actriz Fanny Ardant, la última mujer del cineasta y madre de Joséphine Truffaut, dejándola suavemente en el mármol para recordar sus Baisers volés.

Con toda esta procesión de malas noticias que han sacudido España —la Dana de València— y el mundo —la victoria de Donald Trump—, olvidé que el pasado 21 de octubre se cumplieron cuarenta años de la muerte de François Truffaut, un cineasta que visito regularmente a través de sus películas gracias a Filmin, una plataforma, la plataforma, que hizo posible que viera L'amour à vingt ans, un episodio incluido en Antoine et Colette, que llevaba décadas buscando y se había convertido en mi Santo Grial particular.

A Truffaut siempre lo necesito. Sobre todo, cuando me siento perdido y quiero reencontrar la esencia de aquello que llaman amor. A Truffaut puedes llegar con los ojos y la mente impregnados de odio, y cuando terminas de ver, por ejemplo, La nuit américaine, el odio ha desaparecido y serías capaz de abrazar al cartero que te acaba de entregar en mano una multa de tráfico del Ayuntamiento de Barcelona por ir a 36,5 kilómetros por hora en un tramo marcado en 30. Con Truffaut, el amor es intemporal e incondicional.

En el fondo, el odio es como la cocaína. La subida inicial en la que te crees un ser inexpugnable y la bajada a los infiernos en la que eres consciente de la caída, pero no puedes hacer nada

El odio ha sido una de las batallas de mi vida. Cuando estaba activo, es decir, cuando daba carta blanca a mis adicciones, recuerdo que odiaba tanto, que llegué a Hipócrates, el centro donde me curé a lo largo de cuatro meses, con una sensación de soledad demoledora. Ahora, seis años más tarde, mentiría si dijera que veo todo lo que me rodea con una calma de balneario termal, pero sé canalizar el odio hasta convertirlo en advertencia, como si fuera una señal de vado permanente que dice: aquí no puede aparcar. No siempre es fácil, porque la condición humana no entiende de banderas blancas, y mentiría si dijera que no tengo ni un solo rostro en medio de la diana del odio, pero ahora sé contar hasta diez, cambiar el insulto por el menosprecio y, en grado superlativo, por la indiferencia.

El odio es unos de los amigos más tóxicos que puede tener una persona. Una toxicidad de termita, que se va comiendo los pilares de tu existencia hasta dejarte en pelotas. Con suerte, si un día las luces mentales se encienden, tendrás a tu lado a tres o cuatro amigos que han sobrevivido a tu naufragio mental y a la familia. Y, con suerte, a la persona que te abraza incondicionalmente cada noche, aunque tu odio te haya dejado inmune a una simple caricia. Los seres humanos somos así: para sentirnos vivos necesitamos aquello que nos destruye.

Ahora que una ingente hilera de nombres está abandonando el antiguo Twitter, llamado X por obra y gracia de un psicópata vital con aspecto de niño viejo, recuerdo que todavía tengo una cuenta, pero que llevo seis años sin visitar. Para una persona que no sabía, como yo, contar hasta diez, Twitter era la autoinmolación perfecta mediante mensajes cargados de odio, pero por suerte, con respecto a Twitter o X, ahora soy como aquellos maridos o mujeres que fueron a por tabaco y aún no han vuelto a casa. Y para los malpensados, tampoco tengo Facebook ni Instagram, porque me gusta más la ficción escrita que la basada en imágenes que muestran realidades paralelas llenas de virtualidad.

En el fondo, el odio es como la cocaína. La subida inicial en la que te crees un ser inexpugnable va seguida de una bajada a los infiernos en la que eres consciente de la caída, pero no puedes hacer nada para no quemarte. El odio es una adicción más de la que te podrás curar, solo, si tú quieres hacerlo. Lo que sería deseable es que, cuando te despiertes, no hayas convertido tu realidad en brasa.

Por eso es bueno viajar hasta el universo cinematográfico de Truffaut e imaginar qué dice aquella carta escita por una persona que, como tú, creció con Doinel y sintió celos de L'homme qui aimait las femmes, o se enamoró perdidamente de La sirène du Misisipi, o se quiso sentir libre como Jules et Jim. Cada plano de una película de este genio de la Nouvelle Vague transmite un amor tan particular por el cine y por la vida, que duele pensar cuántas obras cinematográficas, éclairs envueltos en celofán, dejó para una posteridad que murió enterrada con él en el nicho del Cementerio de Montmartre.

François Truffaut tendría 92 años y, muy probablemente, ya habría muerto de viejo si un cáncer cerebral no se lo hubiera llevado con 52 años. Y mientras veo L'argent de poche, pienso cómo hubiera reflejado Truffaut el mundo actual en sus películas y no me lo imagino rondando por esta tiniebla esférica. Parafraseando el título de una película suya, es como si el amor se hubiera fugado y no hubiera lugar para el hombre que amaba tanto el cine, que el cine lo salvó de caer en la delincuencia para convertirlo en un poeta de la imagen donde el odio no tenía cabida. Y con Truffaut me pasa como con mi hijo pequeño. Pienso que quizás se fueron cuando tocaba y me siento huérfano y tranquilo a la vez.

El último, que apague la luz.