Podría pensarse que el enésimo caso de discriminación lingüística en el ámbito sanitario no tendrá más consecuencias que la indignación de los de siempre. El odio a la catalanidad, sin embargo, trabaja por desgaste. Y el precio a pagar no es la energía que dedicamos a indignarnos y a preguntarnos hasta cuándo tendremos que aguantar una atención médica peor por el hecho de ser catalanes, no. El precio a pagar es la indefensión aprendida: por cada agresión lingüística sin consecuencias reales tolerada en un momento de vulnerabilidad, estamos más cerca de renunciar a nuestra catalanidad para ahorrarnos el trance. El pasado septiembre, una catalana que había sufrido un episodio de amnesia temporal tuvo que soportar como la llamaban "xenófoba" y "maleducada" en el Hospital Universitari Dexeus por no haber hablado en castellano. Como no hay sanciones reales, el odio a la catalanidad es la opción que siempre sale más a cuenta.
Cuando alguien pregunta por qué nadie ha hecho nada antes, todos los que en algún momento han tenido algún cargo político con competencias para detenerlo en sus manos miran hacia otro lado. Desengañémonos: el departamento dedicado a la lengua catalana no hace nada, pero ninguno de los gobiernos anteriores hechos por los que hoy critican la inacción del departamento de lengua tampoco hicieron nada. Es desmoralizador darse cuenta de que en el panorama político catalán no hay ni una sola persona dispuesta a aceptar las consecuencias de empezar a retirar licencias médicas por casos de discriminación étnica, pero es lo que tenemos. No sé si es lo que entre todos hemos escogido, pero, en gran medida, es lo que el país ha tolerado. Y ahora hay quien empieza a darse cuenta de que la lengua no tiene suficiente con oenegés, por mucho que, de buena voluntad, las oenegés hagan el trabajo que les corresponde.
El odio a la catalanidad es la opción que siempre sale más a cuenta
Tenemos la manía de pensar en nuestra lengua como algo para cuidar y acariciar a base de mesas redondas y pódcast, pero la lengua y la nación, aparte de sensibilidad, exigen valentía y medidas drásticas a quien las pueda tomar. Y exigen la capacidad —y la voluntad— de desmontar todos aquellos discursos que nos hacen sentir verdugos de la concordia —que es sumisión— para responder con la misma agresividad con la que se nos ataca. El gobierno de hoy permanece inactivo porque, por mucho que procure revertir la percepción de catalanófobo que le proyecta una parte importante del país, solo ha tomado medidas cosméticas para que no se le tache de gobierno contra los catalanes. Con la lengua todo son delicadeces y cursiladas, pero cuando tocan hechos, compromiso y renuncias personales, que son la única medida verdadera del amor, todo el mundo está preparado para hacerse el sueco.
Todavía hoy parece que la única cosa más o menos de consenso en el país es la lengua, y eso es así porque en realidad no se ha forzado un consenso sobre qué hace falta para que nuestros hijos y nuestros nietos puedan seguir siendo catalanes. Y no se ha forzado porque, llegado el momento, quedaría al descubierto que la catalanofobia interiorizada ha hecho tan bien su trabajo que, con el discurso del españolismo incrustado en el cerebro, a la hora de la verdad, muchos le darían la razón al médico que acusó de xenófoba a la paciente con amnesia por hablar en su lengua. Esconder la cabeza bajo el ala no sirve para que dejen de agredirte, solo sirve para que esconder la cabeza bajo el ala parezca siempre la alternativa que sale más a cuenta. Mientras los debates en torno a la lengua no traspasen el marco del lamento del literato, esto seguirá siendo así, y todos estaremos un poco más lejos de lograr que nuestros hijos puedan conocer nuestro país.