Este año las fiestas de Gràcia han escatimado en cultura popular. Todo empezó con la prohibición de los actos relacionados con la pirotecnia por parte del Ayuntamiento de Barcelona. En Granollers, una docena de entidades de cultura popular presentaron el pasado lunes un manifiesto en el que rechazaban las restricciones que este año ha aplicado el Ayuntamiento de la ciudad por la fiesta mayor. Entre estas entidades, evidentemente, se encuentran las colles de Blancs i Blaus. El año 2023, el concierto de Marrinxa, en la plaza de Santa Anna de Mataró, no se pudo celebrar. En Cardedeu ha nacido la Coordinadora d’Entitats de Cardedeu, que se ha enfrentado al Ayuntamiento y, aunque ha conseguido algunas victorias, todavía mantiene una guerra abierta con la administración local por los casos de la Colla de Diables y El Polvorí. El Ayuntamiento de El Prat de Llobregat ha prohibido este año la III Carretillada organizada por el Ball de Diables de la ciudad. En La Garriga, la villa de donde soy hija, el Ayuntamiento tenía la intención de prohibir unilateralmente el uso del fuego a la comitiva de inicio de fiesta mayor por "respeto a los comerciantes y a los vecinos del centro". Finalmente, sin embargo, y después de varias reuniones, las colles consiguieron que el Ayuntamiento cediera.

El roce entre grupos o asociaciones y ayuntamientos locales es, en cierta manera, inevitable por el conflicto de intereses y de espacio intrínseco que supone. Por casualidades del momento político o por circunstancias menos casuales, resulta que en todos los casos citados en el párrafo anterior, el PSC está en el gobierno de los respectivos ayuntamientos. Dios me libre de establecer una correlación haciendo cherry picking. Los ejemplos, sin embargo, son los que son, pasan en el AMB y, en solitario o en coalición, gobierna el PSC. Habiéndolo dejado escrito, pues, prosigamos. Resulta que, en algunos de estos casos —como por ejemplo el de Granollers o el de La Garriga—, los argumentos que alega la administración pública son los de la contaminación acústica y las denuncias vecinales por ruido. En este sentido, la jurisprudencia ha ido avanzando en la dirección de limitar todos aquellos actos que puedan suponer "una vulneración a la actividad física o moral" de los vecinos. El papel de la administración, pues, tendría que ser el de ofrecer alternativas para que red vecinal y cultura popular no solo sean compatibles, sino que se complementen. De hecho, la una no puede explicarse sin la participación de la otra, pero sin el asociacionismo haciendo de contrapeso, todo es más fácil de controlar.

La cultura popular es política y, en el momento actual, el menosprecio a la catalanidad desacomplejada está en el fondo de muchas de las decisiones que orbitan la cultura

Con todo esto escrito, el caso de las fiestas de Gràcia sigue sin comprenderse. El de Gràcia quizás es el caso más flagrante porque también es el más masificado. La fiesta se ha convertido en un macrofestival en el que la cultura popular se ha tratado por parte del Ayuntamiento como un complemento accesorio para mantener el aire folclórico y, precisamente porque les parece accesorio, también les ha parecido prescindible. El ruido ha sido prácticamente el mismo y, mientras poco a poco la fiesta va perdiendo el carácter popular —arrastrada, también, por el modelo turístico estrangulador de la capital—, el Ayuntamiento prohíbe la base tradicional y la Coordinadora de Colles prefiere que según quien no participe. La esencia de la fiesta no es esencial para quien se la mira con el ceño fruncido, con el desprecio en los ojos y con un españolismo furibundo en el cerebro. Al leer las noticias de Gràcia, de hecho, lo primero que me vino en mente fue el tuit de Jordi Martí Grau, ahora secretario de Estado de Cultura en el gobierno de Pedro Sánchez y antiguo concejal del Ayuntamiento de Barcelona, en el que decía: "Madrid tiene una relación diferente con la tradición". La cultura popular es política y, en el momento actual, el menosprecio a la catalanidad desacomplejada está en el fondo de muchas de las decisiones que orbitan la cultura, tanto como lo está en la perspectiva de Jordi Martí Grau.

En los demás casos, los ayuntamientos han propuesto trasladar los actos de cultura popular fuera del centro como si fuera del centro no hubiera vecinos. Es el caso de Granollers, donde todo lo que se ha ofrecido ha sido un traslado. En el trasfondo de todo ello, desengañémonos, hay una tensión inevitable. La mayoría de grupos vinculados a la cultura popular de estas ciudades están gestionados por ciudadanos que ofrecen su tiempo gratuitamente por el bien de la fiesta. Desde el otro lado, parece que quien cobra del erario público se encarga de poner trabas sin ofrecer soluciones con el argumento de que meter pasta ya es respetarla y contribuir lo suficiente. Parece que todo lo que no tiene raíz institucional, como no hay opción de convertirlo en una medalla política, molesta. Sin ánimo de romantizar el hecho de pertenecer a una colla, el vínculo que se establece entre vecinos de los pueblos y ciudades es un espacio en el que la administración no puede entrar. Es una política que no pasa por los partidos, excepto cuando los partidos entienden este poder y deciden entrar para apropiárselo con la intención de desactivarlo o monopolizarlo, por ejemplo. Cuando eso pasa, pierde su carácter popular. En La Garriga también hemos tenido algún caso.

A fin de cuentas, con o sin ley y jurisprudencia en la mano, con o sin intención política —si es que esto es posible—, la cultura popular catalana sufre una ofensiva, como mínimo en el AMB, que ni a corto ni a largo plazo hará ningún favor al país. Siendo la expresión pública de la tradición que es en muchos casos, y sirviendo de herramienta integradora a la catalanidad —esta es la parte que les da más miedo—, su expulsión de las plazas nos empuja a la desnacionalización. Siendo, también, un cultivo de comunidades, desmembrarla implica perder espacios de libertad política. Tanto es así que los franquistas se tomaron la molestia de prohibir el Ball de Gitanes, sin ir muy lejos. Como no escribo en nombre de nadie, puedo escribir que no es azaroso que el momento de la cultura popular sea este, porque este es también el momento del país. Que no es casualidad que los ayuntamientos implicados traten a las colles como una molestia, porque, políticamente —sobre todo para quien tiene tics autoritarios—, a menudo pueden serlo. Y que no es accidental el abandono y el desinterés de las alternativas que estos gobiernos dicen brindar, porque es proporcional a su desinterés por aquello que la cultura popular representa, e incluso proporcional a su sentido de la amenaza. Cuando ya no quieran decir nada, cuando los cimientos estén destruidos, se lo apropiarán en nombre de la pluralidad y de las danzas tradicionales y regionales. Mientras tanto, seguirán dedicándose a arrinconarlo y a mirárselo con un medio punto de superioridad, medio de asco.