Mi madre me mandó un artículo de Benoît Bréville publicado en Le Monde diplomatique en el que, bajo el título La historia frente a los manipuladores, hablaba de cómo la memoria colectiva era una construcción que cambiaba con las épocas, dependiendo de las relaciones de fuerza y los intereses de cada momento. El ejemplo con el que arrancaba el escrito era una encuesta realizada por el Instituto Francés de Opinión Pública a los citoyens de Francia poco después del final de la Segunda Guerra Mundial, y la pregunta era fácil de contestar: "según usted, ¿qué país contribuyó más a la derrota de Alemania en 1945?". La respuesta no sorprendió a nadie. Un 57% de los franceses opinaron que había sido la URSS, ante un 20% que se inclinó por EE.UU. Y, como todas las encuestas, se guardó a la espera de desempolvarla cuando los estudiosos de la historia necesitaran recuperarla.
Dicho y hecho. Recuperada a principios de esta nueva década, la encuesta volvió a repetirse en 2024, y la respuesta tampoco sorprendió a nadie. Casi 80 años más tarde, el 60% de los encuestados se inclinaba por EE.UU. y el 25%, por aquella Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas lideradas por Koba el Temible, el camarada Iósif Stalin. Un cambio que no es fruto de un efecto paranormal, sino de lo que Bréville llamaba la variabilidad de la memoria colectiva dependiendo de las relaciones de fuerza y los intereses de cada momento. Leída la frase, todo el mundo, con más o menos criterio, pensará en el cine de Hollywood como herramienta vehicular para el cambio de paradigma y en los medios de comunicación al servicio del poder hegemónico de EE.UU. Quizás, y solo digo quizás y si fuéramos justos, quien merecería un Salvar al soldado Ryan serían la francotiradora Tania Chernova o el francotirador Vasili Záitsev, héroes de Stalingrado.
Este 57-20% frente al 25-60% me hace pensar en que lo que me decía mi padre —que prefería la memoria a la nostalgia, "porque la nostalgia", decía él, "es la censura de la memoria"— también es una gran mentira. La memoria es tan moldeable como la nostalgia por una razón empírica: los poderes fácticos son los dueños de nuestros Matrix cotidianos y de la Historia en mayúsculas, y juntos, constituyen una realidad donde las medias mentiras se confunden con las medias verdades, dependiendo de la deconstrucción de la memoria colectiva. Un ejemplo es esta variable de 57-20% frente al 25-60%, como lo es también el olvido de 34 millones de víctimas civiles durante la Segunda Guerra Mundial. Durante el conflicto bélico, murieron 40 millones de hijos e hijas, padres y madres, abuelos y abuelas, pero solo seis millones —las víctimas judías del Holocausto— han recibido una digna sepultura. Los 34 restantes parece que se los haya tragado el tiempo y que estén enterrados en las cunetas de la desmemoria. Quien niega el Holocausto tiene alma de genocida, pero quien olvida a los demás 34 millones de civiles muertos tiene el relato secuestrado. Relatos secuestrados hay muchos, y algunos, de nuevo cuño, como el de los 50.000 palestinos asesinados en la guerra de Gaza. ¿Estas 50.000 personas muertas forman parte de un plan genocida? Si nos atenemos a este 57-20 frente al 25-60, seguro que lo que ahora parece que sí, mañana será uno no rotundo.
La memoria colectiva es una construcción que cambia con las épocas, dependiendo de las relaciones de fuerza y los intereses de cada momento
En los últimos días, y a consecuencia de la victoria de Donald Trump, han salido mil y un artículos dedicados a la subida y el arraigo de la extrema derecha a escala global. Y, como siempre, los jóvenes han sido señalados como los culpables de esta implosión electoral, que, como los buenos toreros, carga a la extrema derecha sin ningún tipo de prejuicios morales. Y entonces, vuelvo a recordar este 57-20 frente al 25-60 y viajo en el tiempo para recordar una anécdota vivida cuando yo tenía 6 años. La pareja de mi tía Mila, un joven estudiante que se convirtió más tarde en un brillante historiador especializado en el Tercer Reich, vino a casa de mis padres y, jugando, dejó tuerto a uno de mis muñecos. Evidentemente, me cabreé ostensiblemente y lo insulté llamándole fascista. El chico quedó tan afectado que, para paliar los daños colaterales causados por el muñeco tuerto, me regaló una caja de Madelman Safari para que yo reconsiderara el insulto. La diferencia entre aquellos tiempos y los actuales es que ningún niño utilizaría la palabra fascista para insultar a un tipo que ha dejado tuerto a tu muñeco, ni ningún tipo te regalaría un juego de la PlayStation si el niño en cuestión le hubiera espetado un fascista a la cara.
Si un 25% de los jóvenes en España afirma que no le importaría vivir bajo una dictadura, significa que las generaciones que les hemos precedido hemos hecho algo mal. El blanqueamiento del nazismo, fascismo o falangismo hasta convertirlos en una moda neo prêt-à-porter no es culpa de una camada de millennials o centennials malformados neurológicamente cuando eran embriones, sino de esta variabilidad de la memoria colectiva dependiendo de las relaciones de fuerza y los intereses de cada momento. Cuando ser de extrema derecha se convierte en moda, es que nos hemos equivocado, aunque nos duela aceptarlo. Vivimos en una época en la que solo importa el qué, y este qué nunca va precedido de un por qué.
En España necesitamos solo los años de la rejodida Transición para blanquear el franquismo, y en cuanto llegaron al poder, los demócratas de toda la vida se atrevieron, primero, a darnos lecciones de democracia, y, diez años más tarde, a tachar de nazi a todo aquel que no pensara como ellos. Y así es como se cambia la memoria de las generaciones que nacen. Y si además tienes a Hollywood o una plataforma en tus manos para tergiversar la memoria, el saludo nazi del bueno de Elon acabará convertido en un mensaje de paz y amor dirigido a la humanidad.