Quienes hemos tenido algunos días de descanso este verano, ya estamos de nuevo aquí, con el resto. En el tiempo transcurrido, quizás hayamos tenido la sensación de que los medios de comunicación tenían que cebarse en el asesino tailandés y el jefecillo besucón para tapar la inconsistencia de la acción política que, necesariamente, debía desarrollarse a partir del 23J a fin y efecto de lograr conformar un nuevo gobierno para España. Pero quizás sea un error de percepción. La vida real, en todo caso, transcurre por otros derroteros.
En esa vida, y más allá del timazo de la subida de los precios, un suceso era muy esperado: el “live action” de un manga que ya cuenta con más de 1.000 episodios y que ha encumbrado a su autor, Eichiro Oda, a la categoría de consagrado en el mundo del cómic, si bien es ciento que no todos creen que sea el mejor en su género (Vicent Sanchis, por ejemplo, me comentaba el otro día que discrepa, aunque creo que él, como yo, no ha pasado del quinto episodio, y así me parece que es imposible opinar). El manga en cuestión —llevado a la pantalla en forma de serie bajo la estricta supervisión, como ya hizo con el anime, del propio Oda— es One Piece, la aventura de unos improvisados piratas que, capitaneados por quien aspira a ser el rey de todos ellos, Monkey d Luffy, se lanzan a la búsqueda de algo desconocido, que responde a ese nombre y cuyo alcance tampoco se sabe hasta la fecha.
Quizás es que el misterio de One Piece es el misterio de la humanidad
La serie, que no ha resumido en los ocho capítulos de su primera temporada más que unos cincuenta episodios del manga, es la más cara que ha producido Netflix (¡17 millones de euros por capítulo!), aunque por lo que parece va a recuperar con creces lo invertido, sin duda conscientes en la plataforma de que hay 517 millones de seguidores del fenómeno, entre los que se encuentran personalidades tan variadas como Macron (algunos por eso apuntan a la inspiración masona de la obra), Jamie Lee Curtis, Piqué y mi hijo.
La cuestión es qué ha hecho tan popular esta obra a la que Oda lleva dedicado en cuerpo y alma desde hace casi 30 años. Quizás es que el misterio de One Piece es el misterio de la humanidad. Quien no crea en Dios, puede decir que es un azar lo que llevó a una determinada especie de homínido a conquistar la tierra, al generar un lenguaje doblemente articulado con el que producir ficciones, como diría Harari, con las que conseguir una ordenación de su mundo que a la vez le permitiese superar conocimientos previos, trasladar lo nuevo aprendido a las siguientes generaciones y, por tanto, generar (o hacernos creer en) eso que llamamos progreso.
Y, a pesar de todo, aquí estamos, en este inicio de septiembre, a las puertas de otro 11 de septiembre, este sin duda alimentado con las recientes palabras de Carles Puigdemont, repitiendo algunas consignas que suenan a lo de siempre, pero que van siendo convenientemente tuneadas, como la moda, para que las volvamos a comprar: la ficción de la patria, la del Estado (ajeno o propio), la del dinero o la de la independencia, cada cual amarrado a las suyas, para no perderse en lo real, en la vacuidad de todo, y poder seguir haciendo avanzar nuestro mundo en una especie de huida hacia adelante, al lugar en el que sin ninguna duda no se encontrará el One Piece de nuestros sueños, porque, si estuviera, tampoco seríamos capaces de reconocerlo. Curioso el tal Oda.