Una plataforma audiovisual ha estrenado el documental “El minuto heroico”, dirigido por Mònica Terribas. En él, doce mujeres dan testimonio de su paso por el Opus Dei y la manera traumática en que dejaron la organización después de muchos años de lo que consideran abusos psicológicos y laborales, trabajos extenuantes y sacrificios inadmisibles.

Vaya por delante que no soy del Opus Dei; sería difícil que alguien como yo, a quien de tanto en tanto ataca la pereza, más que a menudo la envidia y la ira y, por encima de todas las cosas y todos los pecados, casi a cada instante la soberbia, se pudiera plantear, ni en ese lugar ni en ninguna parte, un camino de perfección y de obediencia, aunque ciertamente Dios escribe la historia de la humanidad con renglones torcidos. Un camino de perfección es lo que se persigue en cualquier organización religiosa; yo siempre he pensado que el Opus Dei, en el fondo, se recrea en el mensaje de Santa Teresa, quien decía que Jesús se encuentra entre los pucheros, pues el mensaje del hoy ya canonizado San Josemaría Escrivá era que debe buscarse la santidad en el trabajo, un poco como hace el protestantismo, pero bajo el amparo de la Virgen María. Porque el éxito profesional, si está hecho con buen fin y buenos modos, nos puede acercar a Dios. ¿Qué hay en todo eso de malo?

Con la bondad de los fines hay, sin embargo, que confrontar la irregularidad e incluso la eventual maldad o desviación de los procesos o de sus agentes. Cumplir los objetivos marcados no es fácil, cualquiera que sea la organización que se lo proponga, desde Médicos sin fronteras hasta Cáritas, desde Habitat3 hasta Open Arms, desde cualquier orden religiosa hasta el Opus Dei, fundamentalmente por una razón que sirve también para enjuiciar el resto de organizaciones humanas, y es que está formada por seres esencialmente falibles. Tan falibles somos, que hoy abunda la idea de que por ser humanos tenemos derecho a equivocarnos, confundiendo una comprensible condición con una inexistente prerrogativa. ¿Cómo, si no, esa dicotomía entre persona y personaje a la que aludía Errejón y el hecho de que pertenezca justamente al partido político que ha hecho bandera de la persecución de personas como él? Hemos sabido que una trans era racista, machista y homófoba (¡pleno al quince!), que actores y directores sublimes y productores cuyo legado cinematográfico es inmenso y ejemplarizante han tenido conductas delictivas; el yerno de un rey ha ido a prisión para atajar la cadena que enlazaba directamente con Zarzuela, y no hay ya formación política que pueda alzar sus manos alegando que está limpia, porque en todas ellas de vez en cuando se ha pactado con el diablo. En fin, las piedras y la adúltera, que ya todo está dicho desde antes.

La visión de Terribas en el documental es laica, incluso diría que laicista. ¿Cómo entender el sacrificio, la renuncia, el servicio, la abstinencia o la obediencia, si no se comprende y comparte la altísima finalidad a la que tales acciones se consagran? Menos todavía en el mundo actual, en que el “progresa adecuadamente”, “a la escuela se va a ser felices”, “ya aprenderá cuando pueda”, “porque yo lo valgo” o “ya está bien con lo de exigirnos ser superwoman” se imponen en anuncios, redes sociales y programas de televisión. Sin la ascesis, el desprendimiento o la austeridad como formas de vida, es comprensible la velada crítica a ese minuto heroico del que se habla en los primeros capítulos del documental y que consiste en levantarse por la mañana la primera vez que suena el despertador sin posponerlo y prometerse a una misma que ese día también será de servicio, en este caso, a la comunidad en la que trabaja.

En nuestro mundo actual, no se concibe otro sacrificio que el dolor de levantar pesas en un gimnasio o el de someterse a una operación estética, y el mensaje es que nadie haga algo a cambio de nada

Dejemos a un lado las mortificaciones que puedan darse en la comunidad, tanto a nivel corporal como mental. Es como si quisiéramos entender por qué hay ayuno en el rito católico. Creo que no merece mayor consideración, sobre todo si aceptamos que no hay nadie que se someta a ello si no quiere. Otra cosa sería denunciar al Opus Dei o a las monjas de la caridad, de ser una secta. Más importante me parece ahondar en la descripción que se hace del trabajo de esas mujeres en el seno de la comunidad. Una comunidad como tantas otras, en las que, hasta que Hacienda se metió definitivamente en las casas de todos, quienes servían no cobraban más que simbólicamente, de modo que tampoco tributaban. No lo hacían las monjas, ni los curas, de hecho, ni siquiera la mayor parte de los vecinos de mi escalera cuando yo iba al colegio y bastante tiempo después. Como hoy aún no lo hacen, y eso sí debería ser casus belli global, las mujeres que por la razón que sea, deciden que la gerencia de su hogar y el cuidado de su familia es su trabajo. Como si fuera menos o menos honorable que atender la caja de un supermercado. Ni a las que decidieron un día dejar el Opus Dei y lo hicieron traumáticamente, ni a las amas de casa que se han dedicado a su familia las amparaba, en principio, ningún derecho, pero hoy ya empiezan a tenerlos. Viven en un entorno que les dice que ninguna familia, ni pareja, es para siempre, que el compromiso no existe y que por si acaso las dejan (o ellas dejan) en la estacada, deben tener modo y manera de ser autónomas económicamente. El modelo social ha cambiado tanto, que muchas cosas ya resultan incomprensibles y no se pueden mirar las del pasado con los ojos del presente. Aunque hay que estar atentos a las reacciones sociológicas, porque si no, no se entiende el movimiento, que bajo la sombra del trumpismo, se extiende por Estados Unidos y que habla de nuevo de “mujeres tradicionales”, femeninas, consagradas al cuidado del hogar… ¿Les suena? En ese mismo sentido, se está haciendo de oro la tiktoker Rorro, y su dedicación plena (es un decir, viendo los beneficios que le reporta publicitarlo) a su novio. ¿Decidirá Pedro Sánchez cerrar su cuenta por difundir un mensaje letal para la emancipación femenina?

En nuestro mundo actual, no se concibe otro sacrificio que el dolor de levantar pesas en un gimnasio o el de someterse a una operación estética para “mejorar mi autoestima”, y el mensaje es que nadie haga algo a cambio de nada. Han sido tantos los abusos a la buena fe, que casi la hemos borrado de nuestro campo de visión. Pues bien, existen otros modos de sufrir y de ser más altruistas: un mártir de cualquier revolución sería bien visto; algunos de los que lo hacen en el seno de la Iglesia cada día de manera anónima se han visto eclipsados por otros, y en algún caso han sido incluso desmitificados, porque meterse con la Iglesia es gratis; a nadie se le va a ocurrir cortar el cuello del crítico. Puede que en algún caso lo merezcan, y está bien que se sepa, pero en el contexto de las casi 100.000 personas que ahora mismo conforman el Opus Dei, con resultados ejemplares en investigación, docencia a todo nivel y servicio a la sociedad, encontrar la mácula es corroborar la grandeza de la misión.