Decíamos hace días que la campaña estadounidense y, por lo tanto, la política mundial, se centrará en la corporalidad de sus principales mandatarios (la edad no es una cuestión numérica, sino de resistencia física al paso del tiempo). Esta constatación todavía resulta más cierta tras el asesinato fallido de Donald Trump en Pensilvania, que pasará a la historia por la imagen de la oreja ensangrentada del republicano y una postura gallarda ideal para los fotógrafos sedientos del Pulitzer —fight, fight, fight!—, una instantánea que los demócratas no podrán superar ni resucitando el tupé ondulado de John Fitzgerald Kennedy. Cuando el mundo se calienta, los electores buscan instintivamente la protección de los líderes o, en caso de ser un país ocupado como el nuestro, su victimismo llorón. Después de esquivar la bala, Trump se encuentra en la posición privilegiada de poder abrazar por igual la agresividad y el discurso del herido.
Por mucho que se distancie en términos de imagen, quien ha entendido perfectamente esta dinámica es Pedro Sánchez. El presidente español —con los socios de Sumar de pura comparsa— está a punto de presentar un plan de regeneración democrática, tras haber colocado una nómina envidiable de antiguos ministros y afines en poltronas del Estado que deberían ser alérgicas a la partidocracia. A su vez, el líder del PSOE también quiere incluir un control de los medios, en el que la administración (la suya, aclaro) pueda decidir cuáles son las empresas de comunicación como Dios manda y qué digitales propagadores de falacias (según su criterio, of course) habrá que dejar de regar con pasta pública. Todavía tenemos que conocer el cuerpo de la proposición de ley, pero, de momento, su aroma se aproxima notoriamente a los usos de Hungría.
Lo único que busca el presidente es fotografiarse con un catalán y un vasco de piel oscura con el objetivo de advertirnos de que España no tendrá ningún problema en utilizar la inmigración como arma contra la independencia de Catalunya
Pero todo esto Sánchez lo ha perpetrado después de la famosa carta de amor y posterior meditación trascendental de cinco días con su mujer, presentándose como víctima de una caza mediática inaudita. El cruce de la fuerza bruta legal y el discurso victimario es evidente, y al presidente español ya se la lleva floja que Dani Carvajal ponga mala cara cuando desfila para darle la mano, pues su única preocupación es aglutinar toda la fuerza del Estado en la figura de la presidencia y acabar de rematar el tema catalán con la futura jubilación de Puigdemont (previa o simultáneamente a la entronización de Salvador Illa como president). La política española, como la americana, ahora recae en quién tiene más maña en incorporar el discurso de la violencia cruda de un modo lo suficientemente digerible para la mayoría de la población. Mientras Sánchez va aguantando, Feijóo cada día abre la boca más como Biden.
En este sentido, no resulta casualidad que Donald Trump haya escogido a un antiguo enemigo como títere de su ticket electoral. Asimismo, tampoco es extraño que Sánchez haya sacado su mejor sonrisa del armario para recibir a la roja más voxista en la Moncloa para manifestar que el futuro de España pasa por la integración de futbolistas de hogares recién llegados, como Lamine Yamal y Nico Williams. De nuevo, a Sánchez le importa un pimiento que Lamine ponga cara de póquer mientras él pronuncia su discurso de bienvenida a los futbolistas, porque lo único que busca el presidente es fotografiarse con un catalán y un vasco de piel oscura con el objetivo de advertirnos de que España no tendrá ningún problema en utilizar la inmigración como arma contra la independencia de Catalunya. Eso puede ser contrario al espíritu de lo que piensen los propios futbolistas, pero —como ocurre siempre— quien organiza la foto acaba por monopolizar el discurso.
Este contexto mundial deja Catalunya en una posición notoriamente castrada, como ya se manifestó en el retorno queridamente espumoso de Marta Rovira en al país. A estas alturas, los políticos catalanes ya no pueden exprimir más el discurso martirológico y, como saben todos sus electores, no son capaces de ofrecer ninguna sensación de poder que vaya más allá de su deseo por conservar la silla. Todo esto no desaparecerá hasta que nuestros líderes recuperen una posición lo bastante fuerte, como la que, nos guste o no, Trump tendrá a partir del próximo noviembre y Sánchez puede mantener dentro de una Europa que le ha acabado imponiendo la amnistía. Estamos en una posición clara de fuera de juego y eso tiene pinta de alargarse durante unos cuantos lustros; nuestro fight, fight, fight ocurrirá en términos puramente individuales mediante la fuerza de cada uno para aguantar el declive. De momento, hay que ejercitar el cuerpo para que aguante la embestida.