Otra vez nos encontramos en una encrucijada en que tendremos que decidir con nuestro voto hacia dónde queremos que vaya la singladura de la Nació catalana los próximos años. Habrá que escoger entre pasar página, tomar nuevas vías inexploradas, restituir la dignidad de la Institución, o basarnos en la obra hecha, hacia allá de las promesas que el viento se llevó.

Para tomar la decisión de aquello que creemos que es lo mejor en este momento histórico, cada uno parte de unas convicciones determinadas, que en mi caso pasan por los ejes nacional, cultural, económico y social. Tengo la sensación que sé dónde situarme en cada uno de ellos, pero de todos modos mi voto irá ligado a aquel que me asegure que trabajará para reforzar el orgullo de ser catalanes; para quien tenga ambición legítima de conquistar el futuro en un mundo en constante evolución; y para quien sea capaz de demostrar, en hechos y posibilidades, no en palabras, una obra de gobierno bien hecha, aquel que sea capaz de hacer buen trabajo.

Los catalanes tenemos una mala relación con la palabra orgullo, excepto los gerundenses que futbolísticamente lo derraman en abundancia. Y tenemos una mala relación porque solo nos fijamos en la primera acepción que da el diccionario: exceso de estima de sí mismo, de los propios méritos, que hace que uno se crea superior a los otros. Evidentemente, si nos quedamos con esta definición, el orgullo cae mal en general.

Pero si vamos a la segunda acepción del Diccionario General de la Lengua Catalana, veremos que orgullo es el sentimiento legítimo de estima de sí mismo, de exaltación del ánimo por algo que se ha hecho o se ha conseguido. Y es en este sentido que considero que los catalanes tenemos derecho a ejercer este sentimiento de orgullo, basado en nuestra dignidad y en las obras que colectivamente hemos hecho. No he sido nunca partidario de la autoflagelación ni de cubrirme de ceniza ni agachar la cabeza. Somos un pueblo al cual nos han acostumbrado, mediante el bastón y quizás ayudado por una debilidad de carácter, a hacernos creer que somos pasado y que no jugamos en la división de los grandes. Pues no, recuperemos el orgullo, recuperemos la autoestima, porque somos un gran pueblo, libre en el pasado y que tiene que aspirar a volver a serlo en el futuro.

Para recuperar este orgullo nos hace falta ambición, en el sentido de pensar a lo grande, de fijarse metas que respondan a los ideales que cada uno tenga, de recuperar moral de victoria, de remontada.

Recuperemos el orgullo, recuperemos la autoestima, porque somos un gran pueblo, libre en el pasado y que tiene que aspirar a volver a serlo en el futuro

Sin mirada larga, todo es plano y aburrido. Tenemos que querer jugar un papel en el conjunto de los pueblos, tenemos que fijarnos objetivos exigentes, sabiendo que requerirán tiempo y esfuerzo. A veces los tempos no cuadran, por eso hacen falta resolución y constancia, unas virtudes que a veces parecen faltarnos cruelmente.

Y la última pata de este trípode es la valoración del trabajo hecho y, al mismo tiempo, la convicción sobre quién podrá hacer mejor trabajo.

En el artículo anterior ya hablaba de la importancia de la rendición de cuentas, una herramienta esencial para valorar el trabajo que se ha hecho, cómo se ha hecho y sobre si se ha hecho en consonancia, o no, con las expectativas que se habían asegurado o que se habían dejado creer al elector en su día. En campaña electoral hay mucho humo y mucha paja, pero tenemos que ser capaces de ventilar la habitación y de ir al grano. Hace falta analizar qué se ha hecho, cómo se ha hecho, con qué recursos, con qué respeto a la palabra dada y si eso ha acabado favoreciendo a la mayoría de los ciudadanos, tanto en el plano individual como colectivo. También es interesante analizar el tono con el que se ha hecho y si se ha ido a buscar gratuitamente la confrontación, por un orgullo malentendido o por un sectarismo de origen, de clase o de apuesta ideológica.

El buen trabajo es plasmación de la ambición y pieza para fomentar el orgullo. Una mala administración, deficiente, o insatisfactoria en la gestión de los recursos, de las voluntades o de las capacidades públicas, merece la sanción del electorado, si tiene un mínimo de conciencia crítica y libertad de pensamiento. Pero no solo hay que mirar aquello que se ha hecho, también hay que analizar las propuestas y equipos de todos aquellos que, sin haber estado últimamente en el gobierno, han estado antes o todavía son vírgenes en esta materia. Novedad no significa necesariamente mejora, y equipos experimentados en la gestión son mejores que aficionados o catacaldos, por muy bienintencionados que sean, pasados momentáneamente en la acción política. Solo tenemos un voto y hay que utilizarlo de la mejor manera posible.

Hoy por hoy tengo claro el sentido de mi voto, pero siempre estaré vigilando y analizando las acciones de los escogidos porque no me gusta que en ningún ámbito nos quieran dar gato por liebre.