Este fin de semana se celebra la conocida fiesta del Orgullo Gay. Las calles del centro de las principales capitales se llenan de desfiles, carrozas, conciertos y fiesta. Mucha fiesta. Es una celebración de libertades, de superación, pero también de reivindicación. Y un reclamo turístico para estimular el negocio. Pero, sobre todo, es una cuestión política. Que genera mucho, pero mucho, postureo. El que me ha llamado la atención, de manera muy destacada, ha sido el protagonizado por la ministra de Sanidad, que anunciaba en redes sociales la novedad: este año el Ministerio que ella representa, tendría presencia con una carroza. Supongo que la salud tiene mucho que ver con las luchas, con la no estigmatización, pero no termino de entender muy bien qué pinta el ministerio en esta fiesta. Salvo por el postureo que tanto le gusta a esta pseudoizquierda progre.
Lógicamente, mucha gente se ha echado encima de la ministra para criticar su anuncio. Y le han recriminado este tipo de acciones cuando, según denuncian, no se están empleando a fondo en enfermedades como la ELA, por poner un ejemplo. Ciertamente, la situación de nuestra sanidad pública hace que resulte molesto ver este despliegue de confeti con la que está cayendo. Y me hizo pensar en una interesantísima intervención que he visto, precisamente, esta semana. Un debate entre dos personas transexuales, en el que la cuestión de la salud es la evidencia y el centro de todo el debate. Intervenían Rebeka y Sandra. Rebeka se presenta como mujer trans, que habla de ella misma en femenino y que explica el proceso vivido a través de la medicación, de la intervención quirúrgica y del difícil proceso de comprender y entenderse a sí misma y todas las personas que viven una realidad como la suya. Todas con sus características y especificidades, pero con un común denominador: el sufrimiento, la incomprensión y posiblemente también mucha incertidumbre y miedo. Frente a ella, estaba él: Sandra. Se presenta como hombre homosexual, con absoluta imagen femenina (del estereotipo socialmente considerado como tal), pero consciente de que ha sido utilizado y manipulado por los médicos, por la industria farmacéutica, y también por los políticos. Sandra Mercado es, para mí, una referencia a la hora de abordar la realidad transexual que nos están queriendo meter en vena. Una persona honesta, valiente, que se preocupa por informarse y por informar. Y a la que, desde el propio colectivo trans, manifiestan su odio constante y su rechazo. Porque es libre y dice cómo se siente: su mensaje es claro y contundente. Y por eso muchos no quieren que sea escuchada. Sandra pone de manifiesto la cantidad de problemas de salud que ha sufrido a lo largo de su vida. Los destrozos que sobre su cuerpo han hecho, a través de experimentos sin cuidado. Una vida de medicación, dolores y sufrimiento añadido a lo que él considera una disforia de género. Que no desapareció con la cirugía, sino que se agravó. Habla del peligro que tienen los procesos de hormonación en menores, de las decisiones no informadas que se toman y que son irreversibles, del cuidado que hay que tener cuando de proteger a la infancia se trata. Vi a Sandra un día en televisión, expresándose de manera excelente, controlando el tema, y con una legitimidad que casi nadie de los que hablan de este asunto tiene: él ha vivido en primera persona absolutamente todo. Y demuestra tener un valor extraordinario para plantar cara a una realidad muy dura.
Me consta que Sandra ayuda a chavales y chavalas que no se entienden a sí mismos, que necesitan ayuda y no la encuentran. Que requieren de paciencia, investigación y tiempo. Y es precisamente lo que nadie les da. Cada vez son más las criaturas que dicen sentirse atrapadas en cuerpos que odian, en los que no se sienten cómodos. Me pregunto si alguien no ha vivido en algún momento de su vida esa sensación, en mayor o menor medida, de mirarse al espejo y no poder evitar tener que asumir que no todo es como nos gustaría. Pero lo bueno es que con el tiempo ese mal trago se pasa. Porque el cuerpo evoluciona, o porque maduramos y aprendemos a querernos. El problema comienza cuando en ese crítico momento, en pubertad, alguien se asoma a decirte, seguramente a través de la pantalla, que tus males se acaban cuando “cambias de sexo”. Porque el problema, según ellos, está en que tu mente no encaja con el cuerpo. Como si fueran cosas distintas y separables entre sí.
A la ministra le gusta más ir en carroza que asomarse a la realidad médica que necesitan los ciudadanos de este país
Sandra explica siempre aquello de XX y XY, para poner el foco en la biología, para presentarse como un hombre biológico, al que le gustan los hombres desde que era pequeño, y que aunque vista y se exprese pareciendo una mujer (estereotipo de mujer en nuestra sociedad), es un hombre. Rebeka no quería un enfrentamiento. Pero resultaba evidente que este asunto le generaba dolor, y necesitaba asirse a aquello que le reportaba cierta seguridad. En una realidad de experimento, de sobremedicación y de maquillaje. En un contexto donde se esconde negocio y engaño. Durante el debate, Rebeka sufre una crisis, es evidente que anímicamente sufre, y que es constante. Para mí, ver a Rebeka era la evidencia de alguien que quiere entender, que quiere comprender y que necesita ayuda. La que Sandra reclama para todos, para todas y “para todes”. Porque tiene muy claro que aquí hace falta invertir para investigar cada caso individual, cada problema de salud mental existente, cada realidad concreta. Para establecer un buen diagnóstico y, sobre todo, para evitar decisiones con consecuencias desconocidas e irreversibles. Sin embargo, desde las políticas de este ministerio, el de la carroza del orgullo, se considera que plantear la ayuda psicológica y médica de las personas que creen ser transexuales, es un insulto, es una fobia.
Así fue como empezó en Reino Unido el problema: cuando la política se metió en las consultas de los médicos. Y cuando estos pensaban que había que derivar a un chaval o a una chavala al psicólogo o al psiquiatra, y temían ser señalados como tránsfobos. La autocensura se impuso y comenzaron a derivar a los mozos y mozas a las cínicas privadas encargadas de todo este asunto. Las listas de espera se multiplicaron y los jóvenes estaban esperando a que alguien les escuchase, les atendiera, y calmase su ansiedad. Se dispararon los casos de suicidios, y todo aquello derivó en una cantidad tremenda de procesos de hormonación y cirugías para quienes, después, siguieron suicidándose y sufriendo una ansiedad en aumento. En Reino Unido han cambiado ya, por ley, por política, las pautas para abordar esta cuestión. Han prohibido las terapias de hormonación en menores y las operaciones quirúrgicas con efectos irreversibles, salvo en casos muy tasados y en los que realmente se determine y certifique la adecuación. Son casos minoritarios. Y la evidencia de una catástrofe. Y Reino Unido no ha sido el único país que ha tomado medidas en este sentido. Los países nórdicos, pioneros desde hace décadas de este tipo de medidas, han tenido también que recular. Para cabreo de las clínicas privadas que estaban, literalmente, forrándose a base de cometer verdaderas atrocidades sobre los cuerpos de los y las jóvenes. En Escocia lo han decidido también esta misma semana.
Se ve que a la ministra le gusta más ir en carroza que asomarse a la realidad médica que necesitan los ciudadanos de este país. Ella está más al postureo, a dar vueltas con un paraguas sobre una azotea, sintiéndose protagonista de un anuncio de colonia francesa. A ella le gusta el postureo. Y los anuncios. Por eso se pasa el día haciendo promoción de artículos de farmacia en redes. En lugar de promover conductas saludables que nos eviten tener que recurrir a la industria farmacéutica que a Mónica parece gustarle tanto.
Yo quiero sentirme orgullosa de la sanidad pública. Pero resulta que siento vergüenza.