Un año después de los terribles atentados del 7 de octubre, el mundo observa preocupado la progresiva degradación de la situación en el Oriente Próximo y Medio, que parece ir deslizando inexorablemente hacia el abismo de un conflicto regional a gran escala.

Ciertamente, el impacto que causaron hace un año los diversos ataques perpetrados por Hamás nos hizo pensar que la respuesta inicial de Israel sería dura y contundente, sobre todo teniendo en cuenta la brutalidad de los atentados, el secuestro de un gran número de personas, así como el choque psicológico causado a una sociedad —la israelí— que, falsamente, se consideraba blindada y segura. Pero en ningún momento ni en las primeras semanas de la crisis y, de hecho, tampoco en los meses iniciales de la guerra que la siguió, era razonable pensar que un año después —es decir, hoy— la situación habría escalado como lo ha hecho y nos hubiera llevado al peligroso escenario actual.

Un año después, y con más de 40.000 muertos directos en Gaza, la inmensa mayoría de ellos civiles y muchos —muchísimos— niños; la crisis abierta aquel fatídico 7 de octubre ni se ha resuelto, ni se ha cerrado y ha empeorado notablemente. De hecho, hoy en día, se considera que todavía hay más de una sesentena de rehenes israelíes en Gaza, y el famoso objetivo de “la victoria total” planteado por Netanyahu ni se ha cumplido, ni parece factible. Todo eso en un contexto en que un gran número de los familiares de los rehenes israelíes todavía retenidos se consideran abandonados, si no “traicionados”, por su propio gobierno.

Doce meses en los que se han traspasado todas las “líneas rojas” imaginables, también desde el punto de vista humanitario. Un raudal de víctimas civiles que hace temblar, sobre todo si tenemos en cuenta lo que se ha publicado por la prestigiosa revista médica The Lancet, que calcula que el total de muertos “solo” en Gaza habría superado ya el número de 180.000, incluyendo los muertos por inanición, heridas no tratadas o falta de acceso a los servicios médicos causados directamente por el conflicto. Una guerra donde la distinción esencial entre combatientes y civiles, la base del Derecho Internacional Humanitario, ha sido borrada a sangre y fuego —y con la ayuda de la inteligencia artificial— conduciéndonos a un “mundo caótico” marcado por una “espiral de impunidad” en palabras del secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres.

Y, no obstante, desde hace unos días el ejército israelí ha trasladado el principal escenario de sus operaciones militares de Gaza —aunque siga actuando allí— al sur y al centro del Líbano, focalizando ahora su lucha contra el grupo terrorista Hizbulá. Una serie de virulentos ataques en los que, de nuevo, la mayoría de las víctimas son civiles, y que siguen una increíble actuación de inteligencia en la cual en cuestión de pocos días miles de artilugios electrónicos (entre buscas, walkie-talkies y otros) fueron detonados remotamente inutilizando una parte sustancial de los sistemas de comunicación interna de Hizbulá y eliminando, o hiriendo, a numerosos líderes y mandos de la organización.

Todo lo que ha estado pasando en Levante en estos últimos doce meses ha reforzado poderosamente los sectores y posicionamientos más radicales. Un empoderamiento de los extremistas, que se está dando tanto en Jerusalén como en Teherán, y que está seguido de muy cerca por los más radicales de Washington, que aspiran a entrar de nuevo en la Casa Blanca

Y, en medio de todo, Irán. Es bien sabido que el régimen de Teherán, la principal potencia regional por dimensión y demografía, con importantes reservas de petróleo y gas, y dirigida con mano de hierro por un régimen clerical radical chií, es el principal valedor y gran financiador de Hizbulá. Como también que da apoyo a Hamás, a los rebeldes hutís de Yemen, o a diversas de las milicias que actúan tanto en Iraq como en Siria. Y es igualmente conocido el enfrentamiento que desde hace décadas protagoniza con Israel, una confrontación que es paralela a la del conflicto histórico que Irán también tiene con los países islámicos de mayoría suní, entre ellos Arabia Saudí, Egipto y tantos otros.

Pero la diferencia, aquello que hace todavía más peligrosa la escalada actual es, sobre todo, el enfrentamiento directo entre Israel e Irán. Hasta ahora este choque se había llevado a cabo por vía de terceros actores, los mencionados Hizbulá, Hamás, los hutís… Pero desde el bombardeo israelí de abril pasado en el consulado iraní en Damasco, y la correspondiente “respuesta” lanzada directamente desde Irán, todo ha cambiado. Han seguido nuevos ataques directos entre los dos países, primero el asesinato, en julio, del líder de Hamás y principal negociador con Israel —Ismail Haniye— cuando este se encontraba en Teherán por la toma de posesión del nuevo presidente iraní. Seguido de la eliminación en el Líbano hace una semana, y también por parte de las fuerzas israelíes, del líder de Hizbulá, Hasan Nasrallah, cosa que comportó un segundo ataque directo —este más agresivo y sin preaviso— por parte del Irán a Israel con casi doscientos misiles balísticos.

Y, para añadir más leña al fuego, más allá del peligro añadido derivado de un choque directo entre Israel e Irán, hay que subrayar la ola expansiva tanto regional como global de este progresivo deterioro de la situación regional. Pensemos cómo traquetea ya en estos momentos la estabilidad de un país como Jordania, o la del mismo Líbano, que se podría ver sometido a todavía a más estrés e inestabilidad interna si la intervención israelí se prolonga demasiado. O los casos de Iraq o Siria…

Como también los efectos a nivel global, ante un incremento del precio del petróleo o caídas en las bolsas que ya se empiezan a dar, y que podrían empeorar notablemente si finalmente Israel atacara alguna instalación petrolífera de Irán —como se ha especulado; o si este cerrara el estrecho de Ormuz como medida de presión o de respuesta a una mayor escalada regional. Unas disrupciones de carácter económico y financiero que, dependiendo de su virulencia, podrían acabar impactando en las elecciones presidenciales en los Estados Unidos, y no a favor de la candidata demócrata, Harris.

Y es que hay que tener en cuenta que todo lo que ha estado pasando en Levante en estos últimos doce meses ha reforzado poderosamente los sectores y posicionamientos más radicales: los partidarios del conflicto, el enfrentamiento y el maximalismo; en detrimento de los defensores del diálogo, la negociación o el pacto, es decir, de la diplomacia. Un empoderamiento de los extremistas, que se está dando tanto en Jerusalén como en Teherán, y que está seguido de muy cerca por los más radicales de Washington, que aspiran a entrar de nuevo en la Casa Blanca. O también por aquellos que ya hace tiempo que ocupan el Kremlin, encantados de ver cómo el prestigio de los Estados Unidos en la región cae vertiginosamente y, especialmente, que el mundo está tan preocupado por el Oriente Medio que progresivamente va olvidando Ucrania. Y en un contexto como este, y a la espera de lo que pase los próximos días, pero también el 5 de noviembre en los Estados Unidos, desgraciadamente, se hace difícil vislumbrar otro escenario que no sea el de la guerra en Oriente Medio. Una guerra que, a medio y largo plazo, difícilmente aportará estabilidad y paz a la región, y tampoco a Israel.