No se puede decir que la propuesta del Govern de un Acuerdo de Claridad con España haya tenido un éxito inicial prometedor. Sino al contrario. Más bien como se podía esperar. El rechazo, apenas empezar, ha sido triple. Por una parte, en primer lugar, el resto de los partidos independentistas, que integran la más que diluida a estas alturas mayoría del 52%, ha ofrecido un sonoro y rotundo ¡niet! À la Breznev. Nada hacía suponer lo contrario. Pero esta negativa es puramente nihilista, pues no viene acompañada de ninguna propuesta, más allá de los unicornios o del hecho de que no va en la dirección de la autodeterminación y de la amnistía, o que certifica el fracaso rotundo de la Mesa de Diálogo. Mesa de la cual, por cierto, algunos y algunas han salido personalmente, muy y muy bien parados. Calderilla, vaya. Alguna cosa se ha obtenido, pero no discutamos eso ahora. Lo que ahora —y perdón por la socarronería— debería estar sobre la mesa, sería una propuesta de acción positiva alternativa al Acuerdo de Claridad. Hoy por hoy no hay más que charla vacía y negatividad. A falta de propuestas creíbles por sus propios autores, quizás lo aconsejable podría ser esperar a ver qué sale de ello, sin apresurarse a llenar las ruedas de palos.
Por otra parte, en segundo lugar, la sucursal catalana de los socialistas —vista su nula autonomía política— tampoco ha perdido el tiempo en negar el pan y la sal al Acuerdo. La negativa va más allá de la aritmética parlamentaria de la que tanto se habla, es decir, de la soledad del Govern, que se observa con desinhibida fruición. Un apunte, algo marginal al respeto. Unas futuras elecciones no parece que vayan a dar, gane quien las gane, unos números muy diferentes de los actuales. Supongamos que vuelve a ganar el PSC y, con mayoría indepe o sin, no se avienen los partidos que se vanaglorian de serlo para construir un gobierno de tal signo y el PSC sale adelante. ¿Lo fía a una renovada sociovergencia à la DIBA y evitaría la soledad? Cierro la digresión.
La piedra de toque del PSC, idea que comparte con el PSOE, es que la sociedad catalana está fracturada, que hay un conflicto entre catalanes y que, consecuentemente, primero los catalanes se tienen que poner de acuerdo. ¿À la basque? ¿Qué tienen que ver ambas sociedades en materia de conflictos? Esta lapa no va más allá, ante su falacia, de una excusa para no querer avanzar. Al contrario, el propósito es fortalecer el statu quo sin ningún tipo de vergüenza.
En tercer lugar, la Moncloa, siendo indiferente, hoy por hoy, quién la habite, dio un portazo con todas las de la ley, nunca mejor dicho. Ratifican —espero que no sea más que por táctica de desgaste— la mentira catedralicia que sin violencia se puede hablar de todo. Aquí, por más que pese a algunos, nunca la ha habido. España es para los mismos españoles tan débil sentimentalmente que esconden la cabeza debajo del ala y de los problemas no se habla. Y es una actitud tan chapucera que se confunde independencia con autodeterminación, extremo sobre el cual ahora no hay que perder mucho tiempo. Y no es el único problema de base. Mal porvenir.
Recordemos, una vez más, la esencia, perfectamente traducible a la relación Catalunya-España, del núcleo del Acuerdo de Claridad canadiense, un día incluso propuesto por el PSC. En un Estado de derecho la ley es la base irrenunciable de la convivencia, con una excepción: el principio democrático lo subordina si la aspiración de una parte de la población, de forma constante, aspira a un cambio del statu quo. Así, el Estado tiene que ceder a esta pretensión amparando una consulta a los ciudadanos del territorio en cuestión. Simplificando mucho, la ley no es la base del Estado de derecho, es su expresión. Su base es la democracia, la razón última del Estado.
La lógica carpetovetónica de la ley como la cruz de la moneda del Estado de derecho, olvidando la base democrática, es la misma que la del matrimonio indisoluble: se da, con libertad, el consentimiento para casarse. Y hasta el final de los días: no hay marcha atrás por graves que se presenten las dificultades que desolen la pareja.
A la vista de la helada oscuridad con que el Acuerdo de Claridad ha sido recibido, queda siempre la vía internacional, donde España, a pesar de sus intentos de marketing político con premios, honores, trapicheos y maniobras, estos no son ni mucho menos exitosos. Al fin y al cabo, la vía internacional, es decir, hacer ver al menos que en España el principio democrático importa poco, se presenta como un abrelatas problemático, pero necesario.
Solo empezamos otra etapa. Veremos cuánto dura, cómo se desarrolla y con qué éxito. Sin embargo, el niet no es la solución. Que no engañe cierto respiro del independentismo. Letargia no es muerte: es hibernación temporal.