He salido a pasear y he pensado que cada año por estas fechas, cuando llegan los primeros fríos, amo el momento de ponerme por primera vez el batín de ir por casa, defender el cambio horario que tanto disgusta a los salafistas del verano y, sobre todo, releer una mañana del domingo por enésima vez Les hores, de Josep Pla. Solo los capítulos que hablan de la niebla, los últimos grillos o el tiempo de los panellets, sin embargo. Es un libro que tengo cerca durante todo el año, al igual que tenía mi abuela el listín telefónico en el cajón de la mesilla de noche, pero que solo hojeo a finales de octubre. Sus páginas huelen a hojas derramadas por el viento y releerlas forma parte de una especie de ritual personal de otoño, ya que por eso existen las estaciones, supongo: para acordarnos de que, en la vida, todo es tan cíclico como las dos ruedas de una bicicleta avanzando entre viñas a finales de octubre. Justamente la mía, una BH de carretera que me compré de segunda mano este verano en Wallapop, me dejó tirado hace poco en la carretera BV-2126. La he utilizado durante tres meses, pero ya hacía días que no podía cambiar de plato y hace una semana, cerca de Santa Fe del Penedès, la transmisión finalmente dijo basta.

Si la bici me costó cuatro duros, de hecho, es porque ya me la vendieron con la cadena más gastada que un verso de Maria Mercè Marçal el 8 de marzo. Por eso, cuando la llevé a arreglar, el mecánico me preguntó cómo caray podía haber hecho tantas salidas con aquel trasto cutre. Se debió pensar que soy el típico ciclista aficionado que hace tiradas de setenta kilómetros y para a desayunar en un bar de pet i rot, pero le confesé que mi referente ciclista no era precisamente Tadej Pogačar, sino más bien Perejaume: yo salgo a pedalear por las carreteras secundarias del Penedès para conectar con el paisaje, le dije. El tipo, sorprendido, me miró como se mira a alguien majareta. Nos hemos animado unos cuantos colegas del pueblo, le dije, ya que siempre es sano cambiar el hábito de matar el tiempo fumando porros para matarlo pedaleando arriba y abajo. Lo que no le expliqué, claro está, es que uno de estos amigos, campesino, se ha pasado medio verano riéndose de mí cada vez que me detenía para sacar el móvil y hacer una foto del paisaje. Para él es su oficina, supongo, pero para mí -y para muchos-, presenciar un atardecer de color melocotón es tan fascinante como ver salir un conejo de dentro de un sombrero de copa.

Deja el móvil y vive la vida, me dijo una tarde mientras ya pedaleaba de nuevo, y me hizo pensar que precisamente cuando voy en bici es uno de los pocos momentos de la vida en que no tengo el hábito, o mejor dicho el tic nervioso, de mirar cada cinco minutos el móvil. Quizás por eso, más que un ejercicio físico o una actividad deportiva, pedalear entre viñas me parece un acto poético comparable a visitar un museo, entrar en una iglesia o emocionarse con el aria de una ópera cantada en una lengua que no entiendes. En coche o moto, el paisaje es igual, como incluso igual es el viento en la cara, pero no es la fuerza de tus piernas la que te permite avanzar dentro suyo, serpenteándolo libremente. En definitiva, fundirse en él: ser parte del paisaje. Como tuve que dejar la bicicleta en el taller, sin embargo, la única manera que tengo desde hace días de paisajear es caminando por los caminos de cerca del Pla. Es menos intenso que hacerlo en bicicleta, pero me permite hacerlo fumando, ya que la única cosa positiva de fumar es el hecho de prohibirse el tabaco dentro de casa y obligarse a dar un paseo con el fin de poder paladear, que no pedalear, un poco de humo. Hace una hora, por ejemplo, he llegado hasta La Creu de término, a medio kilómetro del pueblo, y me he dado cuenta que aquellas cepas que hace dos meses fotografié yendo en bici, verdes, frondosas y vestidas de uvas, ahora ya han mutado en un esqueleto que parece vestirse solo con harapos ocres y amarillos, con hojas "fundidas en el color de castaña que todo lo invade", cómo describe Pla.

Mientras estiraba las piernas por aquellos caminos y un perro ladraba de lejos, he pensado que también la literatura, como la bicicleta o el tabaco, puede ser un médium para pasear. De hecho, maravillado por las cepas ya vendimiadas de mi entorno, el cigarro se me ha apagado decenas de veces de tanto distraerme. Cuando la llama disminuye, sin embargo, en otro lado y dentro de la cabeza alguna pequeña chispa siempre enciende alguna cosa. Entonces, como un faro o una luz, se ilumina inesperadamente un nuevo camino por donde seguir caminando, ya que en el fondo salir a hacer una vueltecita fumando se parece mucho a rodar en bicicleta, pero también a escribir la primera palabra de cualquier texto. Incluso de un artículo como este. Se trata de consumir para no ser consumido, vaya. De avanzar sin saber donde se va pero con la seguridad, en cambio, que existe un destino, a veces desconocido. Quizás si no dejo de fumar es por eso: porque sería como romper el ritmo cíclico de las cosas que se encienden, viven y se apagan para volver a encenderse más adelante, volver a vivir y volver a apagarse, con más o menos curvas. Es esto lo que el paisaje parece querernos decir cada año cuándo llega el frío, creo, por esta razón cada octubre hago lo mismo y también escribo una vez tras otra el mismo artículo, que año tras año es diferente sin dejar de ser en esencia igual. Porque incluso la vida, en bicicleta o sin ella, con tabaco o sin él, tiene el poder de maravillarnos cíclicamente con la eficacia de un mago a quién ya hace años que le sabemos la artimaña. Por eso el otoño no es una estación, sino solo un truco.