Si yo tuviera vocación política, lo sacrificaría todo, o casi todo, por reavivar y actualizar la cultura económica que impulsó la revolución industrial y salvó el catalán dos veces, cuando parecía que estaba condenado a perderse. Catalunya no solucionará sus problemas a través de los partidos, los próximos años, ni mucho menos a través de las ideologías importadas, o de los artistas de la culturilla. En cambio, si somos capaces de rescatar los valores y los mitos que llevaron a los castellanos a tildarnos de judíos y de fenicios, si conseguimos hacer entender que Barcelona es como es porque fue la capital del primer país industrializado del sur de Europa, entonces quizás volveremos a dar el golpe.
Tenemos que cambiar el foco de las preocupaciones de los catalanes. No se trata de intentar repetir un éxito del pasado, sino de intentar inspirarse, de usar la historia a favor nuestro para intentar navegar los tiempos que vienen con valores y mitos que nos sirvan. Estos últimos años, mientras el país degeneraba y la vergüenza ajena nos consumía, hemos oído hablar mucho de Prat de la Riba y de Jordi Pujol. Creo que habría sido mejor hacer bandera de Josep Bonaplata o de Joan Vilaregut. Puestos a buscar referentes, yo habría buscado los pioneros del textil que se abrieron camino en un país silvestre, alborotado por la superstición, la Guerra Civil y la represión castellana.
Tenemos que cambiar el foco de las preocupaciones de los catalanes
El dinero de la revolución industrial no solo ayudó a resucitar el catalán cuando incluso los lletraferits de la Renaixença lo daban por liquidado y se conformaban con hacerle un entierro honorable; también despertaron la imaginación del país y le dieron esperanza. Demostraron a los catalanes que era posible forjarse un futuro con todos los elementos en contra. La epopeya de la industrialización, con todos sus problemas y contradicciones, impidió que el Estado español del siglo XIX les hiciera a los Països Catalans lo que el Estado italiano les hizo a Nápoles y Sicilia en nombre de la libertad y del progreso. Pujol todavía se benefició de la cultura industrial del siglo XIX, a pesar de que estuviera ya muy estropeada por los usos y las costumbres de las dos últimas dictaduras.
Mi propio padre, el irrepetible y fantástico Agustí Vila i Millet, que Dios lo tenga en su gloria, levantó una empresa de la nada con un guardia civil retirado, un transportista tuerto y un comercial geniudo que les gritaba a los clientes cuando se enfadaba. Sin saber nada de inglés, ni haber leído un libro en su vida —siempre decía que mis artículos eran geniales porque no los entendía—, hizo crecer su negocio con una mezcla de astucia y de idealismo que habría sido impensable sin la cultura empresarial que socializó la industrialización del siglo XIX. Mi padre no sabía quién era Vicens Vives, pero me llevaba a ver fábricas y colonias industriales como si fueran monumentos, porque de alguna manera le había llegado que eran la base del país y de la independencia personal que le había dado el espíritu emprendedor.
Los partidos políticos actuales no harán nada porque están consumidos por el miedo que han alimentado las ideologías del siglo pasado y, últimamente, los jueces españoles. Lo más importante de un partido, más importante que el prestigio de sus líderes, o la calidad de sus cuadros técnicos, es la esperanza que dan sus discursos. Igual que la literatura, la política debe servir para que la gente levante el culo de la silla y aprenda a valerse por sí misma. Hace demasiado tiempo que aguantamos gestores de una paz y un amor universal que da más miedo que una enfermedad de mal pronóstico. Tenemos que volver a las bases, y la base de este país es el dinero que hemos sabido acumular aprovechando las rendijas del sistema y la mezcla de ambición y curiosidad que hace falta para aprovechar los cambios tecnológicos.
Los americanos han empezado una revolución económica que transformará la manera como entendemos el poder y la cultura. Cualquier político del país debería estar pensando cómo nos lo hacemos para aprovecharla, antes de que los españoles y los franceses la puedan usar para aplastarnos. Como contaba Enric Juliana el otro día, Madrid intentará usar la coyuntura internacional y la revolución que venga de los Estados Unidos para cerrar el estado liberal que no pudo cerrar en el siglo XIX, ni tampoco en el siglo XX, cuando Franco abolió la autonomía disfrazado de Hitler. Juliana ya hace tiempo que tilda a los partidos políticos catalanes de carlistas para situarlos en el bando perdedor de la historia. Pero cualquier persona leída sabe que Catalunya no existiría si no hubiera sintetizado el tradicionalismo con el liberalismo.
Tenemos un sector de la salud todavía fuerte y una tradición en la ingeniería de segundo nivel, de accesorios poco relucientes pero imprescindibles, que deberíamos promover y saber aprovechar. Celebramos un referéndum con el Estado en contra —los guardianes de la autonomía incluidos— gracias al ingenio del capital humano que lo promovió y organizó. La inteligencia artificial y la competencia entre China y Estados Unidos abrirán rendijas en la economía internacional y esto nos dará oportunidades. Madrid intentará aprovechar el centralismo para estatalizar los adelantos tecnológicos que vayan saliendo, pero la riqueza de Occidente ya no la harán los estados, sino las identidades fuertes con capacidad de dar profundidad al nuevo imperio norteamericano.
Los catalanes tenemos la ventaja de que somos muy antiguos. Yo, personalmente, vengo de una Catalunya tan antigua y primigenia que cada día tengo más claro que, en el mercado autonómico del amor, siempre seré un fruto exótico y prohibido, pero este es otro tema, una derivada espiritual de la revolución que intentaré contar en el segundo volumen del Ull per ull. De momento, solo quiero decir que Catalunya necesita políticos jóvenes que se olviden de la propaganda institucional y empiecen a trabajar para crear un dream team de empresarios imaginativos y de cerebritos especializados con ganas de volver a poner el país, y la vida de sus compatriotas, en el lugar histórico que corresponde.