Aún nos hacen falta victorias y estoy bastante seguro de que, después del desastre vivido en los últimos años, la urgencia es básicamente anímica. Es decir: la resolución del conflicto es imposible sin antes levantar cabeza, y hacerlo varias veces. Por eso discrepo de quien relativiza o menosprecia las victorias judiciales o políticas del exilio, atribuyéndolas a temas menores o personales, porque estos mismos son los primeros que criticarían (y critican) también cualquier fracaso “personal” de Waterloo. Esto es así porque todo el mundo sabe, el president Aragonès incluido y Gabriel Rufián incluido, que ninguna causa judicial del exilio es exclusivamente “personal” y que, cuando esta semana el abogado general del TJUE da la razón a Puigdemont y a Comín ante la decisión del Parlamento Europeo de no darle el acta de diputado cuando correspondía, estamos muy lejos de lo que cualquier persona decente podría llamar “una serie de Netflix”. Hablamos, de forma visible aquí, pero también en Europa, de una nueva victoria de Waterloo y de una enésima humillación de España. Una humillación que ya está siendo tan sádica como El juego del calamar, si fuera adaptada a una serie.
Durante estos años, las principales victorias que hemos podido vivir como movimiento han llevado como sello Waterloo, Puigdemont, exilio y Gonzalo Boye. No las únicas, pero sí las más sonadas. Las más urgentes y saludables en un contexto, vuelvo a decir, de cuadro maníaco-depresivo general. A veces pienso que era totalmente imposible que Quim Torra acabara bien la presidencia, o que ahora mismo acabe bien Aragonès, inmersos como estábamos (y todavía estamos) en el túnel de tristeza, reproches, cansancio, desconfianza y miedo que provocaron tanto los errores de 2017 como, sobre todo, la represión. Este ambiente ha hecho olvidar a menudo los aciertos (clamorosos) de 2017 y eclipsa, casi por completo, el más mínimo signo de buena gestión o de buena noticia en el ámbito gubernamental de la Generalitat (que ya son pocos, de por sí: de hecho, con la migrada autonomía que tenemos, pocos milagros se pueden esperar). Intentaron incluso alegrarnos o distraernos con la comedia de los Juegos Olímpicos de Invierno, pero no funcionó porque colectivamente solo estábamos preparados para el luto, para la incredulidad, para la rabia y para la supervivencia frente al terremoto y la vulneración de los derechos más fundamentales. Nada que hacer mientras no entrara un poco de luz. Y las rendijas de luz, con frecuencia y si somos honestos, han aparecido estos años desde más allá de los Pirineos.
Las principales victorias que hemos podido vivir como movimiento han llevado como sello Waterloo, Puigdemont, exilio y Gonzalo Boye
Puigdemont pudo convertirse también en una figura triste. De hecho, se ha intentado que lo fuera e incluso en ocasiones casi se ha conseguido. Pero ha resultado tener algún sentido lo de la perseverancia, combinada con la inteligencia y el saber hacer técnico (así como el dominio de los tiempos políticos), y ahora Puigdemont aparece no como la solución de nada, pero sí cada vez más como una parte imprescindible de la solución. Un paso necesario, una figura ineludible, que en este momento se convierte en enlace tanto con los aciertos como con los errores de 2017 y sobre todo como interlocutor principal (que ya es duro, constatarlo) de cualquier gobierno español o instancia internacional dispuestos a abordar en serio el conflicto.
Aún hay rabia, sí: no lo ignoro. Aún existe la tentación escéptica o abstencionista, algunas de buena fe y otras menos, así como listas que parecen más comprensibles desde la protesta o el malestar que desde la capacidad de construir. Nadie pretende ignorarlo, ni dejar de entenderlo. Ahora bien: si miramos aunque sea exclusivamente allí donde hemos podido sonreír más en los últimos años, allí de donde nos han venido mejores noticias y más resultados en positivo, ha sido en la lucha del exilio (y de una muy concreta y particular). Los resultados futuros, especialmente en lo que respecta al avance en la causa política, deberemos comprobarlos. Pero por el momento hay alguien que realmente levanta los ánimos y que provoca, simétricamente, muchas caras largas en otras partes. Y ya solo por eso, por el tema anímico y por lo que podríamos llamar moral de victoria, se agradecen tanto estos giros de guión. Netflix sabe mucho de giros. Y de tramas sólidas. Y esta temporada, ciertamente, promete.