Cuando era pequeño, mi momento preferido de la semana era la noche que en casa cenábamos bikinis. No me los zampaba mirando alguna película alquilada en el videoclub, sin embargo, ya que aquel instante tan gastronómicamente placentero coincidía siempre en la tele con un programa que era cómo tener una ventana abierta al mundo: el '30 minuts' de TV3. Ser un niño catalán de los noventa significaba tener adoración por el Son Goku y un miedo terrible del Megacero, pero también, a la vez, sentir respeto por un señor gris y con voz de pescado hervido que un día a la semana nos presentaba historias mucho menos divertidas que las del Club Super3, pero que me educaron igual que el Tomàtic y me permitieron, en definitiva, ser quién hoy soy.
¿Cómo habría entendido, sino, con seis, ocho o diez años, la guerra de Bosnia, el proceso judicial a Pinochet o los balseros cubanos que querían huir a Estados Unidos? Cuando el domingo pasado vi el especial Això té un 30, me di cuenta que aquello que celebraba cuarenta años, más que un programa de televisión, es una estructura de estado que desde hace cuatro décadas fomenta el espíritu crítico de los catalanes, amplía nuestros marcos mentales y, en definitiva, mantiene vivo el periodismo auténtico en estos tiempos de fake news y clickbait donde se valora más hacer ruido que no investigar, contrastar fuentes y, en definitiva, ir a la raíz de las cosas.
El mundo ya no es como lo era en 1984, cuando yo no había ni nacido, ni mucho menos como lo era el año 1924. También el mundo de la literatura ha cambiado mucho, por ejemplo, pero en cualquier momento de la historia siempre acaba habiendo algún chalado que decide ir a contracorriente y, por ejemplo, meterse a editar clásicos catalanes. Hace cien años, temo que un libro como Lo somni de Bernat Metge no debió ser ningún best-seller, igual que tampoco lo es ahora La punyalada de Marian Vayreda. A pesar de eso, el editorial Barcino hace un siglo que está empeñada en editar todos aquellos libros que no salen en las listas de los más vendidos, pero que con su sola existencia física erigen y edifican una cosa mucho más importante que las cifras de ventas: una literatura nacional. Es decir, otra estructura de estado.
Editar libros es una forma de construir una mirada sobre el mundo, mientras que venderlos es una manera de convencer a un lector de que aquella mirada le permitirá descubrir un mundo nuevo. Aprendí eso a los veintidós años, el invierno que trabajé haciendo prácticas de la carrera en la librería La Cultural de Vilafranca del Penedès. Hasta entonces, la ciudad tenía solo una librería, pero un grupo de buena gente decidió potenciar la creación de un segundo lugar en el cual vender libros y confiar en Quim Jubert a fin de que capitaneara la aventura. Yo entonces tenía la cabeza plena de pardals y él, aparte de ser un jefe maravilloso, se convirtió muy pronto en uno de aquellos maestros que la vida te va poniendo en medio del camino.
El viernes pasado se jubiló y despachó, como él siempre dice, por última vez. Un Ulises de Joyce no es un producto tan útil de vender como pueden ser, qué sé yo, unos zapatos del número 42, sin embargo, por eso creo que igual que el '30 minuts' o la editorial Barcino, también la librería La Cultural y el trabajo que Quim ha hecho durante estos años al lado de Jordi Romeu, Anna Lloveras, Anna Rafecas, Marina Caralt y ahora Núria Carbó ha contribuido, a escala penedesenca, en una cosa muy importante: persistir en la defensa de aquello que aparentemente parece inútil, ya sea un reportaje televisivo, la edición de un libro del siglo XIII o la fundación de una librería. En la era de los reels de Instagram, los vídeos de TikTok y los cerebros fritos por el abuso de las pantallas, estas son las estructuras de estado más importantes. Quizás las únicas que sí que tenemos, de hecho: las que nos ayudan a entender el mundo, amarlo y, si puede ser, ayudarlo a hacer un lugar mejor.