La violencia machista es un cuentagotas incesante. Hasta hoy, treinta y dos mujeres han sido asesinadas este año en el Estado español, doce de ellas en nuestro país, en Catalunya. Cinco de ellas solo durante el verano. Uno de estos casos es el del excomisario que hace un par de semanas mató a su mujer y a su exmujer. Aliñado con la brutalidad del caso de la Gisèle Pélicot, la mujer francesa a quien su marido drogaba para que otros hombres la violaran, y el caso de Rebecca Cheptegei, la atleta ugandesa quemada viva por su novio, estos últimos días, para según qué sectores, habrá sido difícil mofarse de las reivindicaciones feministas. Hay días en los que parece que ser mujer sea una carrera de obstáculos y que lo único que puedas hacer es tener fe en que, por buena ventura, no te tocará a ti. No me tocará a mí. Con la violencia de género pasa algo curioso: borra las caricaturizaciones, trasciende los debates ideológicos y pone los hechos sobre la mesa. Cuando la brutalidad está en el escenario, el debate queda en silencio. Hay hombres que violan, maltratan físicamente e incluso matan a las mujeres. Y no son todos los hombres, pero casi siempre son hombres.
En el caso de los maltratos y los asesinatos, el feminismo reviste la lucha con una consigna que se ha convertido en mantra: "que el miedo cambie de bando". Es un deseo que, en días como hoy, queda lamentablemente lejos de la realidad. Parece que existe un consenso social lo suficientemente amplio de condena cada vez que en el marcador de muertas se añade una más y que, a la vez, precisamente porque el marcador no para de ascender, no hay mucho que hacer. Los casos de violencia sexual y los asesinatos se borran de la opinión pública con una diligencia que para otras cosas consideraríamos ejemplar. Como mujer, no obstante, la gota malaya va agujereando la cabeza. El modo con que todo se admite como una a eventualidad más de la convivencia entre unos y otros, conscientemente o inconsciente, lleva a pensar que, por el hecho de ser mujer, asumir un cierto grado de violencia en algún momento formará parte de la normalidad. Queremos que el miedo cambie de bando, pero al tomar conciencia de la magnitud del asunto, cada vez cuesta más pensar que en algún momento eso pueda ser así.
No debería ser habitual conocer a un hombre y analizar cuántos números tiene de ser un maltratador, un asesino o un violador
Una tras otra, conforman una cadena de víctimas y cadáveres que hemos aceptado como un elemento ambiental más. Con la excusa de que los hombres implicados son monstruos o enfermos, parece que el resto de hombres, los que pueden permitirse la equidistancia, esquivan la brutalidad de los hechos. "Si hay hombres que matan a mujeres, pero yo no soy ni un hombre que mata ni una mujer, no va conmigo". Ni monstruos, ni enfermos: son hombres libres, con voluntad para decidir, que escogen hacer lo que hacen. En el caso de los violadores de Gisèle Pèlicot, hombres de todo tipo y condición además. "Podría ser tu hermana, tu madre, tu mujer", como si las mujeres no fuéramos seres únicos con una dignidad radical más allá de la relación que tenemos con los hombres. Sobre todo ante una muerta, ninguno de estos argumentos blandos hechos para sacudirse de encima la sombra de la responsabilidad tienen mucho sentido. Pero justifican que una parte del mundo siga mirando a las muertas, a las violetas y a las maltratadas con el rabillo del ojo. Cada excusa es una vuelta más en la rueda perpetua del conflicto.
Tener miedo no tiene que significar estar ni atemorizada, ni paralizada. En el miedo está la conciencia del conflicto: nadie acepta nunca del todo vivir sintiéndose una potencial víctima de nada. Aceptar que con la condición de mujer va asociada la violencia, nos rebela, porque ataca nuestra propia dignidad humana. El miedo es el recordatorio de lo que no es aceptable y que no consideramos naturalizable. Que no debería ser habitual conocer a un hombre y analizar cuántos números tiene de ser un maltratador, un asesino o un violador. Y que, no obstante, aunque no debería ser así, nos puede tocar a todas. Cuando es así, no obstante, las volteretas argumentales no valen, los chistes y las burlas misóginas no encuentran su sentido y las excusas quedan en ridículo. No se puede quitar hierro a un cadáver: la muerte es un valor absoluto. No se puede culpabilizar a una víctima de más de dos centenares de violaciones: el volumen capa los tejemanejes ideológicos de pacotilla. De hecho, no se puede culpabilizar a la víctima de una sola violación, por mucho que los cuñados habituales se abalancen sobre ella para protegerse. Si hay punta del iceberg, hay un iceberg. El miedo no cambia de bando porque da la sensación de que, en el otro bando, no cambia nada.