No es extraño que las autonomías españolas acostumbradas a vivir con los recursos de los demás pongan el grito en el cielo cada vez que Catalunya reclama un sistema de financiación justo que cubra sus necesidades. Tienen razón cuando proclaman que si esto ocurre, a ellas les irá peor. Y, efectivamente, sería así, porque tendrían que cubrir los 20.000 millones de euros que cada año, entre todas, esquilman a Catalunya. Es el expolio fiscal que se llama, el “España nos roba” que tan poco les gusta, pero que tan real es cuando topa con reacciones de estas características. Dicho de otra manera, el día que Catalunya deje de pagarles la fiesta se tendrán que espabilar, y eso justamente es lo que no saben o no quieren hacer.
Con motivo están preocupadas. ¿Por qué de dónde saldrán las misas? Se tendrán que poner a trabajar y a producir como no lo han hecho hasta ahora, en lugar de vagar y esperar a que cada final de mes les caiga la paga sufragada con dinero de todos los catalanes, de los independentistas y también de los que no lo son, que no se piensen que por eso a ellos no les vacían los bolsillos exactamente en la misma proporción. Todo ello es lo que sucede siempre que desde Catalunya se pide una reforma que resuelva la infrafinanciación endémica que sufre, que ahora ERC le llama financiación singular y antes CiU, en la época de Artur Mas, le llamaba pacto fiscal. Un sistema, como el que preveía el nuevo Estatut aprobado por el Parlament el 2005 y recortado por las Cortes españolas el 2006, al estilo del concierto económico que tiene el País Vasco, con la diferencia, no menor, que sí prevé una cuota de solidaridad, pero que, si no es a determinar por la parte catalana, continuará siendo una vía de agua como lo es ahora. Y un sistema ante el cual, la respuesta de las autonomías parasitarias de toda la vida —las del PP, ahora que en España gobierna el PSOE, más el díscolo de cabecera de Pedro Sánchez, el presidente de Castilla-La Mancha Emiliano García-Page— es la de siempre, el eterno ritornello victimista que no se acaba nunca.
Más allá del griterío habitual, quienes levantan tanto la voz contra Catalunya en el fondo saben perfectamente que España —mande el PSOE, mande el PP o mande quien sea— no permitirá nunca que disponga de una financiación de este tipo, porque si la tuviera el Estado entraría en quiebra. Y lo que no hará nunca el Estado es desengancharse de la mama a la que está bien agarrado. ¡Tanta es la dependencia económica de Catalunya! Por eso el ruido tiene más que ver con el pim-pam-pum político de cada día, que con otra cosa. Unos gritos que se han dejado oír especialmente a raíz del pacto para investir al primer secretario del PSC, Salvador Illa, nuevo presidente de la Generalitat, que ERC había supeditado precisamente a la consecución de una financiación llamada singular para Catalunya, y la polémica en torno al cual parece que haya quedado reducida a si el modelo finalmente acordado es o no es un concierto económico como el de Euskadi: se le parece, pero no es exactamente lo mismo ni lo será nunca, porque mientras Catalunya contribuye a la solidaridad interterritorial, el País Vasco no y lo único que aporta es el llamado cupo por los servicios que presta el Estado, y que, al tener la sartén de la recaudación de los impuestos por el mango, fija él mismo y, por tanto, difícilmente supera nunca los 1.500 millones de euros al año, muy lejos de los 20.000 que vuelan de las arcas catalanas.
Del acuerdo entre el PSC y ERC no está claro, sin embargo, que se pueda esperar gran cosa, y más cuando el punto de partida del PSOE —que es quien realmente corta el bacalao— ha sido que la singularidad tiene cabida perfectamente dentro del régimen común, lo cual es por sí solo un oxímoron como una casa de payés. Porque lo que pretenden Pedro Sánchez y su corte es generalizar la singularidad, es decir, hacer de la financiación llamada singular un nuevo café para todos, que resulta una auténtica contradicción en sí misma, pero que el PSOE, maestro en esto del funambulismo político, es capaz de vender como la panacea de váyase a saber qué, como de hecho ya hace. El problema será de quien, en estas condiciones, le compre lo que se puede convertir en una nueva tomadura de pelo. Y quien de momento se lo ha comprado —todo el lote entero, además— es ERC. Como lo habría hecho JxCat, si hubiera estado en su lugar, que es lo que más le duele, no haberlo podido hacer porque no estaba en su lugar. Y es que la letra del acuerdo, sin embargo, no pinta mal, pero le faltan concreciones. Como acostumbra a pasar con la mayor parte de los pactos políticos, está lleno de buenas intenciones que quedan supeditadas a compromisos futuros, que, además, no dependen tan solo de las dos partes que los suscriben, sino que requieren la participación de otros actores, y que hacen que cuestiones como que Catalunya salga del régimen común de financiación o tenga, como se dice gráficamente, la llave de la caja, sean, en la práctica, imposibles de alcanzar.
Tanto ERC como a JxCat han avisado de que al titular de la Moncloa le peligra el sillón si no cumple
Aquí es donde la música de la aplicación, y más conociendo la poca fiabilidad del PSOE, suena desafinada. De manera que, al tratarse de un acuerdo de carácter progresivo, puede pasar que, como especifica la letra de la alianza, se empiece cediendo, por ejemplo, la recaudación del 100% del IRPF en Catalunya —y al resto de autonomías que la quieran para que no se enfaden— y de aquí a tres años, el 2027, que es cuando toca que vuelva a haber elecciones españolas, las mayorías cambien —bien porque el PSOE deje de necesitar a ERC, bien porque el PP saque mayoría absoluta— y el resto del pacto que aún se tendrá que desplegar quede en nada. Aun así, el entendimiento entre ERC y el PSC es, en clave autonómica, un buen acuerdo, y aquí es donde ha cogido a contrapié a JxCat, que se pensaba que no pasaría de ser un brindis al sol. Otra cosa es que, visto cómo ha evolucionado políticamente en los últimos años la sociedad catalana, en los que la centralidad del catalanismo se ha desplazado claramente del autonomismo al independentismo, se trate de una avenencia que entre el 2010 y el 2017 habría podido ser excelente, pero que ahora queda completamente desfasada.
A la nueva consellera de Economia, la mano derecha de Salvador Illa, Alicia Romero, les espera, en cualquier caso, un trabajo ingente para hacer cumplir el acuerdo y para enfrentarse, si es necesario, si no quiere perder toda la credibilidad, al ejecutivo de Pedro Sánchez para que así sea. Y más, después de que su homóloga en Madrid, que es quien debe abrir el grifo para permitir que en Catalunya el flujo de ingresos al erario público vaya en sentido contrario al actual, la ministra de Hacienda y vicepresidenta primera del gobierno español, María Jesús Montero, haya intentado echar agua al vino del acuerdo, que habrá que ver cómo lo explica mañana en el Senado, forzada por la mayoría absoluta que tiene el PP. Sea presionada por los que en su misma casa son refractarios al pacto, sea por un ataque de sinceridad, el caso es que ha puesto en guardia tanto a ERC como a JxCat, que han avisado de que al titular de la Moncloa le peligra el sillón si no cumple. Y los de Carles Puigdemont lo han aprovechado también, naturalmente, para cargar contra los de Oriol Junqueras y Marta Rovira, que cualquier excusa es buena para poner con una mano más leña al fuego de la pira del vecino, mientras con la otra, no se cansa de reclamar unidad.
Dicho esto, los barones territoriales del PP y del PSOE que, por enésima vez, se rasgan las vestiduras porque Catalunya reclama lo que le corresponde —además de Emiliano García-Page, el fracasado expresidente de Aragón, Javier Lambán, entre otros dirigentes autonómicos socialistas inquietos porque ven venir que esta vez sí les tocarán el bolsillo, y con el apoyo que no podía faltar de un exdirigente también caducado como Felipe González—, tendrían que hacer un ejercicio de reflexión y preguntarse cómo se las apañarían, si Catalunya hubiera tenido éxito el 2017 y hoy fuese un estado independiente que no formase parte de España. La respuesta a la que lleguen es lo que deberían empezar a aplicarse, porque Catalunya, con o sin independencia, está más que harta de pagarles la fiesta. Y aunque inicialmente solo sirviera para esto, el acuerdo de ERC y el PSC debería darse por bien empleado. Sobre todo, porque, al contrario de las mentiras que esparcen todos estos, lo que dejarían de percibir no serían “el dinero de todos los españoles”, como falsamente no se cansan de intoxicar repitiéndolo, sino el dinero que es exclusivamente de los catalanes.
La conclusión no es difícil de deducir, y sería que la fiesta se la deberían pagar ellos. Y aquí está, para los españoles, la madre del cordero. Lástima que no haya ninguna fuerza política catalana con capacidad y voluntad de hacérselo cumplir.