Hablando sobre el tema de la inmigración enlazada con la seguridad, una altísima instancia del país me contó que la mayoría de alcaldes catalanes no reciben quejas de sus ciudadanos con respecto a problemas de incidencias o de choques de convivencia con los recién llegados; contrariamente, lo que más les preocupa es el cambio del paisaje que han vivido zonas ancestrales de su hogar. En efecto —ya seamos tolerantes o extremistas—, tenemos una relación con el paisaje urbano y nos toca los cataplines del alma cuando vemos transitar nuestra (sic) calle de una suma de eso que los cursis llaman "comercios emblemáticos" a una amalgama de cafeterías falsamente italianas, tiendas nauseabundas de souvenirs o supermercados regentados por pakistaníes. Esto no tiene nada excluyente, pues la relación de estabilidad con lo que uno ve cerca de casa es una de las bases emocionales de cualquier homínido del mundo.
Servidor vive en el barrio con más recién llegados de Barcelona y nunca ha tenido un solo problema con la conciudadanía de piel distinta (de hecho, soy feliz usuario de sus establecimientos y me aprovecho de sus horarios anticonstitucionales). Contrariamente, me ha tocado mucho más las narices toda la serie de inversores que han especulado con los establecimientos de Ciutat Vella, convirtiendo el bellísimo rincón de El Call en un copy-paste cutre de tiendas absurdas de trastos para turistas y comercios de un aire pretendidamente yanqui. Cabe decir que el barrio resiste a la gentrificación, pero los vecinos experimentamos cada visita a los comercios de siempre acompañados de una coda sinfónica en el corazón. Todo esto viene a cuento porque ayer, en lo de Ustrell, decían que el país ha perdido el 16% de sus tiendas desde 2017; hasta 2023, han cerrado 16.200 establecimientos que no han encontrado sustituto o a los que han clausurado con alquileres totalmente impagables.
Si el paisaje cambia radicalmente, la mala leche puede transformarse en ideologías fantasmagóricas que ya campan libremente por Europa
La cosa pinta grave, porque un centenar de municipios (de los casi mil que tiene nuestro paisito) ya no tienen ninguna tienda. Evidentemente, servidor no es apocalíptico ni rehúye ningún tipo de responsabilidad; todo esto no sucede por arte de magia y tiene su explicación en el auge del comercio online y el despoblamiento de algunas comarcas del país, que ya forman parte de la Europa desértica. A su vez, y esto va especialmente dedicado a la tribu de los barceloneses, la mayoría de catalanes ansía un país rebosante de tiendas ancestrales de toda la vida... pero somos de una tacañería horripilante a la hora de rascarnos el bolsillo para mantenerlas. Cuando cierra el colmado de un barrio, todo el mundo organiza funerales lacrimógenos y escribe panegíricos afectadísimos; pero sería mucho más práctico y beneficioso que, en vez de entonar sempiternamente el Campanades a morts, tuviéramos la bondad de aflojar más la mosca en las tiendas.
Los comercios ancestrales no son únicamente un objeto de costumbre; guardan una relación especial con el uso más coloquial de nuestra lengua, que también es nuestra herramienta de aproximarnos al mundo, fomentan la compañía de las abuelas y provocan que nuestra barriada sea algo más que un trozo de suelo. Servidor decidió viajar a Ciutat Vella para vivir ahí, justamente porque me parecía oportuno abandonar la queja y poner un poco de nuestra parte. En este sentido, con mi costilla nos hemos vuelto de un proteccionismo económico que ríete tú de los surcoreanos; el hecho no es producto de la caridad, debo confesarlo, ya que viajar al mercado de Santa Caterina o hincharme los michelines en Can Brunells es una de las experiencias más ricas que me ofrece Barcelona (visitaría también nuestras coctelerías, pero mi psiquiatra considera que todavía no soy lo bastante fuerte como para combatir la yesca del bourbon).
Seguramente, estas 16.200 tiendas que hemos perdido ya no serán recuperables y su clausura habrá provocado un cambio en el paisaje que provocará una mala leche perdurable en el tiempo. Pero no todo debería caer en el ocaso y valdría la pena que —como ejercicio puramente supervivencial— destináramos una parte de la mensualidad a comprar sistemáticamente en los establecimientos antiguos de nuestro barrio. De lo contrario, nuestra ciudad (y todo el país) se convertirá en una suma de funerales prácticamente inaguantable. Y si el paisaje cambia radicalmente, insisto, la mala leche puede transformarse en ideologías fantasmagóricas que ya campan libremente por Europa. Como siempre sucede con Catalunya, todo se reduce a la botigueta. Y tampoco está tan mal.