"En relación con la Iglesia, es raro observar tanta ignorancia mezclada con tan poca indiferencia. Les encanta hablar de ella y odian oír de ella"
G. K. Chesterton
No salgo de mi estupefacción y eso que solo llevo dos días periodísticos del duelo por la muerte del jefe de la Iglesia católica. Entiendo perfectamente el interés de los creyentes, las cábalas de los católicos y las discusiones bizantinas sobre el carisma o el camino que Francisco imprimió a su Iglesia. Lo que me pasma, como atea de educación católica que soy, es el frenesí de la izquierda y de la izquierda más izquierda por convertir la figura de Francisco, el primer papa jesuita, en la de una especie de Che Guevara que si no acaba en pósteres y camisetas no será por falta de entusiasmo. Es realmente estupefaciente la elaboración de la figura y la apropiación política de su legado a que se está procediendo en estos días. El papa progre, dicen, hasta que se topan con la realidad de que Francisco fue, sobre todo, lo que era: un papa de la Iglesia católica, guardián de sus dogmas y de su esencia. Y es que si la Iglesia lleva viva más de dos milenios, tal vez sea debido a su carácter lampedusiano, ese que propicia cambiar todo para seguir siendo la misma.
Así que de pronto los ensalzadores izquierdistas de la figura política del papa Francisco, dado que prescinden por completo de su liderazgo espiritual, como conviene a todo materialista dialéctico o no, se topan con la realidad de que, en términos de dogma, de creencia y de doctrina, Francisco es exactamente igual que sus antecesores y de como serán sus sucesores. Leo y oigo: no olvidemos que prefirió lo reaccionario en material moral, la moral social fue el peor de sus pecados, no aceptaba el aborto ni en caso de violación, no avanzó con el matrimonio igualitario, no consiguió que se ordenara a las mujeres… ¡Evidentemente, queridos y sorprendidos camaradas progresistas ayunos de cualquier conocimiento sobre la Iglesia! Francisco no se desplazó ni un punto de la doctrina de la Iglesia, y aunque prefiriera primar, movilizar, defender y promover la doctrina social de la Iglesia, con ello no se movía un milímetro tampoco de la postura continua e inevitable del papado. "La Iglesia no puede seguir el ritmo de los cambios que marcan sus detractores", que decía Chesterton.
Es curioso, pero son algunos de sus detractores los que más empeño tienen en marcar el camino que debe seguir una institución a la que no pertenecen, cuyas normas no siguen y cuyas enseñanzas desoyen. A mí, como atea que soy, me resulta incomprensible ese interés desorbitado que algunos no creyentes muestran por "modernizar" algo con lo que no comulgan. Desde que las democracias occidentales marcaron nítidamente la separación Iglesia-Estado, cada ciudadano en conciencia puede creer en lo que quiera o no creer o dudar, sin que los designios de una confesión u otra marquen su vida como miembro de la polis.
Es menos curiosa y más propia del ritmo de los tiempos, la resignificación, relectura y reelaboración de la figura de Francisco que se está llevando a cabo desde la izquierda, casi con una especie de santificación laica de un líder espiritual al que quieren convertir en un revolucionario con sotana. El papa de los pobres, de los débiles, de los abandonados, de los despreciados, de los inmigrantes, de los dolientes, repiten cuando lo ensalzan, el papa del pueblo. ¿No es esa la esencia del mensaje evangélico? ¿Qué cambio introduce Francisco, más allá de dar más visibilidad a esa tarea que a la dogmática o teológica? El principal carisma teológico de Francisco es el evangélico. Nada debe extrañar de todo esto. El papa de la periferia, el papa de los lugares no europeos o no occidentales, el papa de los cardenales exóticos, insisten. ¿Qué otra cosa han sido siempre los jesuitas si no han sido evangelizadores? Añadan a esto la necesidad de añadir cardenales ajenos a los conciliábulos vaticanos que tan poco leales le eran. El papa de todos, repiten. No, de todos no, el papa de los católicos, como debe ser.
Me resulta incomprensible ese interés desorbitado que algunos no creyentes muestran por "modernizar" algo con lo que no comulgan
Francisco fue un gran comunicador, un gran conocedor de la chispa que te hace próximo al pueblo (no le llamaré populista, como hacen muchos) y tocaba los resortes con bastante tino. A veces se equivocaba y luego reelaboraba el mensaje, como le sucedió aquella vez en el avión con los periodistas hablando sobre los homosexuales: "hay muchas cosas que se pueden hacer con la psiquiatría". Escándalo. Volvía a decir lo que pensaba en una entrevista con Évole: "cuando aún niños empiezan a tener síntomas raros se pueden hacer medidas". O bien, en ese mismo diálogo, "una tendencia nunca es pecado", haciendo buena gala de la restricción mental propia de los jesuitas. Una tendencia homosexual nunca es pecado... excepto que la pongas en práctica, en cuyo caso sí lo será. Francisco y su giro con los homosexuales que nunca fue. "¿Quién soy yo para juzgarlos? Todos somos hijos de Dios". ¿Qué papa o qué cristiano verdadero no podría suscribir esas palabras? No, Francisco no se movió ni un ápice tampoco en esa materia, como no lo hizo en el aborto ni en el papel de las mujeres en la Iglesia. No lo hizo ni cuando asumió que se puede bendecir a una pareja de homosexuales, y es que la Iglesia bendice casi todo desde hace siglos: locales comerciales, masas de gentío y hasta animales en San Antón.
Francisco era un papa católico, como no podía ser de otra forma, que optó por una visión más ascética de la Iglesia. Ninguna novedad. Periódicamente, en la Iglesia aparecieron San Franciscos, Santa Teresas y otros que reinventaron las órdenes para volver al primitivo espíritu que se atribuye a Cristo. Eso tampoco es ninguna novedad progresista. Si quieren un pontífice revolucionario, a lo mejor tienen que remontarse hasta Juan XXIII, "Il Papa Buono", un tipo afable que no solo nombró a los primeros cardenales tanzanos o japoneses, sino que practicó el ecumenismo reuniéndose con anglicanos, ortodoxos, protestantes y musulmanes, y hasta les invitó como oyentes al Concilio Vaticano II que convocó. Ahí sí, en el Vaticano II, se cambió la faz de la Iglesia, tanto que hay quien no lo acepta aún y tanto que Francisco aún ha luchado por ponerlo en práctica en su totalidad. Otro papa católico, Juan XXIII, mucho más revolucionario que Francisco y tan católico como él.
Pero así va creciendo el personaje, contribuyendo sin su autorización a la polarización al uso, porque cuanto más lo ensalza el gobierno socialista o los líderes de la izquierda extrema o le hace un especial Pablo Iglesias, más tirria le cogen los cristianos más conservadores, que esperan obtener ahora un pontífice más de su estilo clásico, como si Francisco no lo hubiera sido. Todo relato, todo reinvención. Casi el cien por cien de los que lo glosan no se ha leído ni una sola de sus encíclicas (o bien citan solo las que consideran progres porque hablan de inmigración y ecología, y se olvidan de las que tratan sobre evangelización o sobre la luz de la fe, que esas para qué las quieren) y, sin embargo, se dedican a su exégesis como posesos.
A mí, como atea militante, la figura de Francisco me resulta estimulante por espiritual, en este mundo en el que nada ni nadie se refiere ya a los problemas espirituales de la humanidad, ni a nada que no sea consumir o disfrutar, pero no es mi líder, como no lo será quien le suceda. Por ese motivo prefiero que los que crean confíen en el Espíritu Santo para fijar el camino de su Iglesia y los que no creemos asistamos a los flujos que, sin duda, conforman esta estructura jerárquica de poder terrenal.
Y no olviden los conversos al revolucionario Francisco que los católicos no quieren "una Iglesia que se mueva con el mundo, sino que mueva el mundo", en palabras de Chesterton. Y eso es lo único que a mí me preocuparía, que la Iglesia siguiera intentando movernos a todos.
Descanse en paz, Jorge Bergoglio, un tipo bondadoso y con ideales de los que a lo mejor nos harían falta más.