No hay duda de que Donald Trump ha revolucionado la escena política mundial. Ni los más atrevidos, sin embargo, preveían que la sacudida fuera de tal magnitud y de tanta intensidad, pero es evidente que el retorno del magnate neoyorquino a la Casa Blanca marcará un antes y un después en el terreno de juego de las relaciones internacionales. Aun así, al actual presidente de los Estados Unidos no se le puede tomar al pie de la letra: hay que interpretar qué quiere decir con propuestas que de entrada tienen la apariencia de insensateces de padre y muy señor mío, hay que saber leer qué hay detrás de teóricas y supuestas extravagancias, hay que descifrar en qué consisten ocurrencias que suenan tan extrañas que por este mismo motivo parecen imposibles de implementar. Y con todo ello, la sensación es que, al menos de momento, a Europa —o mejor dicho, a la Unión Europea (UE)— la ha cogido a contrapié.
Cuando Donald Trump aplica aranceles del 25% a las importaciones de México y Canadá, lo que en realidad quiere es que los dos países limítrofes por el sur y por el norte, respectivamente, con los Estados Unidos aumenten y endurezcan la vigilancia en las fronteras para evitar la entrada de drogas y de inmigrantes ilegales, como así se apresuraron a hacer para lograr que los gravámenes quedaran temporalmente en suspenso y poderlos renegociar. Cuando anuncia que vaciará la franja de Gaza de palestinos para crear un resort turístico de superlujo, lo que quiere es que los países árabes del Próximo Oriente se impliquen de una vez en la eliminación de Hamás y de todas las facciones terroristas propalestinas para reconstruir un territorio que pueda vivir en paz con el vecino Israel, y de momento Jordania, Egipto o, entre otros, Arabia Saudita, han tomado buena nota de ello. Cuando habla con Vladímir Putin y Volodímir Zelenski para acabar la guerra de Ucrania, lo que quiere es cobrarse la millonada de dólares que los Estados Unidos han invertido para financiar la conflagración armada con Rusia mediante la explotación de las llamadas tierras raras —conjunto de diecisiete elementos químicos y metales que son algunas de las materias primas estratégicas de la economía mundial— que posee el país de la Europa del Este, que al mismo tiempo, a pesar de quedarle vetada la entrada a la OTAN, sería la mejor garantía contra futuras invasiones del gigante ruso, porque si se produjeran atentarían contra intereses norteamericanos.
A diferencia de sus predecesores, la novedad en el caso del inquilino actual de la Casa Blanca es que en estos y en otros escenarios internacionales que se dibujarán a partir de ahora no cuenta para nada con la UE. Ante un giro así, esta ha levantado el dedo para protestar y tratar de tener algún protagonismo, pero por ahora la nueva administración de Donald Trump no parece dispuesta a concederle ninguno, más allá del que deberá tener en relación con la guerra de Ucrania por el simple hecho de ser este un país que geográficamente forma parte de Europa. Fuera de esto, ¿qué confianza puede tener el 47º presidente de los Estados Unidos en un club de Estados que a lo largo de los tres años que dura el conflicto bélico se ha dedicado a atizarlo y ha tratado a uno de los bandos, Rusia, con la misma humillación con la que tan erróneamente los ganadores de la Primera Guerra Mundial trataron a la vencida Alemania y que estuvo en el origen de la Segunda Guerra Mundial? ¿Qué credibilidad puede merecerle una UE que desde el ataque de Hamás del 7 de octubre de 2023 a Israel ha jugado la carta palestina y algunos de sus miembros han hecho, incluso descaradamente, el juego a la organización terrorista?
La UE tiene muchos problemas internos y seguro que no los resolverá buscando el enfrentamiento con la que todavía es la primera potencia mundial en todos los sentidos
Hace tiempo que el papel de la UE, y por extensión el de Europa en general, en la geopolítica internacional es el de la triste figura y nada indica —por muchas cumbres que deprisa y corriendo se dedique a convocar Emmanuel Macron— que la situación tenga que cambiar. El nuevo orden mundial que se prefigura a raíz de la segunda y última estancia del magnate neoyorquino en la Casa Blanca —la primera fue entre 2017 y 2021— todo apunta a que pivotará, obviamente, alrededor de Estados Unidos, pero también de China —con la que la pugna arancelaria promete ser más bien una guerra comercial de baja intensidad— y de Rusia, y en este nuevo orden la UE no pinta nada. Donald Trump, como se ha visto en los primeros días de mandato, no tiene a Europa en muy buen concepto y la ve más como una competidora desleal que como una aliada fiel —por eso la voluntad de imponerle aranceles como a cualquier otro—, y en este contexto es más que dudoso que la política de plantarle cara, amenazarlo con represalias de todo tipo y darle lecciones de vaya a saber cuántas cosas con las que han reaccionado los principales dirigentes europeos sirva para acercar posiciones, más bien todo lo contrario.
Después de años y años de desempeñar un papel absolutamente irrelevante en política internacional, que han coincidido curiosamente con los del mandato de Josep Borrell como Alto Representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad entre 2019 y 2024, y durante los cuales ha llegado siempre tarde y mal a todos los conflictos planteados, pretender de repente aparecer como un actor relevante en la escena geopolítica mundial parece más bien un chiste. La UE es un club de Estados, la mayor parte de los cuales viven subsidiados por el resto, que nunca ha tenido una política única, y cuanto más ha ido creciendo, menos. Tampoco en el terreno de la defensa, en el que han sido siempre los Estados Unidos los que históricamente han tenido que quitarle las castañas del fuego. Pero Donald Trump ha dicho que basta, que se había acabado, que estaba harto de ser el principal contribuyente de la OTAN mientras los demás se lo miraban, y que si Europa quiere realmente una política de defensa propia y unificada, que se la pague.
La UE tiene muchos problemas internos —entre ellos el de una inmigración absolutamente desmesurada y descontrolada— y seguro que no los resolverá buscando el enfrentamiento con la que todavía es la primera potencia mundial en todos los sentidos y que tanto forma parte del bloque occidental como lo hace el viejo continente. Este es un vínculo, en todo caso, que ninguna de las dos partes puede pasar por alto. Cuán desubicada se encuentra en este sentido la vieja Europa para que el vicepresidente norteamericano, J. D. Vance, le haya tenido que reprochar en la cara —durante la Conferencia de Seguridad celebrada en Múnich el fin de semana— la “deriva autoritaria” emprendida a raíz de la “pérdida de los valores que tradicionalmente había compartido con los Estados Unidos”, en referencia al “retroceso en que se encuentra la libertad de expresión” y la democracia misma debido a que “muchos países están suprimiendo y cancelando con cordones sanitarios las visiones políticas alternativas” que crecen sobre todo a raíz, justamente, de la mala política llevada a cabo en materia de inmigración.
Para el número dos de Donald Trump, este comportamiento de la clase dirigente europea contrario a la defensa de la libertad de expresión y que persigue los mensajes discrepantes “aísla a millones de electores”. Y tiene toda la razón, este es el sentimiento de cada vez más ciudadanos de Europa que no se sienten representados por las instituciones de una UE fallida. Una UE a la que no le será fácil salir de la irrelevancia en la que hace tiempo que se encuentra y que seguirá haciendo el papel de la triste figura si se limita a señalar, desde la superioridad moral que está convencida que le otorga la nefanda política woke que ha abrazado, que el inquilino de la Casa Blanca es de extrema derecha. La cosa no va de esto, el problema no se resuelve así, es no entender nada. Si este es el único recurso del que dispone para hacerle frente, el futuro que, parafraseando a Salvador Espriu, espera a esta mía pobre, sucia, triste, desdichada Europa es el de quedar olvidada en un rincón de la historia.