Me sabe mal escribir este artículo, pero varios casos recientes me llevan a ello, y es que es un tema que ya no podemos rehuir más. Si en un artículo anterior hablé del daño que nos hace la burocracia, hay otro aspecto que frena la actividad económica, cultural, patrimonial, de la construcción de infraestructuras, de las comunicaciones, de la energía, de la sequía..., y es la cantidad de análisis y estudios que se hacen, para acabar no tomando ninguna decisión. Tenemos una clase política, en general, demasiado pendiente de las redes sociales, de las manifestaciones de grupúsculos poco representativos, del qué dirán o de no parecer lo suficiente modernitos (entendiendo por modernito no querer parecer anticuado respecto de los temas del momento, como el ecologismo, las diversas protecciones a colectivos en supuesta difícil situación o en vías de extinción, etc.).

La democracia representativa, aquella que se expresa en las urnas en función de nuestras preferencias respecto de un programa de acción, se ve contrarrestada por una especie de democracia directa, que, independientemente de las decisiones del conjunto de los electores, es capaz de bloquear proyectos o acciones, en función del uso de elementos de presión, que pueden incluir el uso de la violencia, y violencias hay de muchos tipos. Este acobardamiento ante estos grupos de presión organizados hace que la democracia representativa recule, y que los extremos que desean utilizarla para hacerla saltar por los aires, vayan ganando fuerza y protagonismo. Véase el caso de Francia, por ejemplo.

Se multiplican en nuestros municipios consejos y consejitos participativos de los cuales se ignoran los objetivos y cómo se articulan con los plenos municipales electos, y que están copados por minorías activas que se organizan para defender causas propias o que afectan a una parte del cuerpo social.

Esta falsa capa de pintura participativa hace que todo se tenga que analizar diez mil veces, y que sea muy difícil avanzar en la resolución de temas que llevan años y años atascados. Y esto puede afectar a la creación de suelo industrial, inversiones necesarias pero poco vistosas o de afectación a futuro, cualquier tema relacionado con la generación de energía, construcción de vías de comunicación, infraestructuras de movilidad largamente esperadas y del todo necesarias, etc. Y siempre hay un motivo "noble" para hacerlo: la protección de vete a saber qué tipo de fauna (aunque los animales objeto de preservación ya no estén), la preservación del paisaje (como si no lo hubiéramos modificado durante siglos), la protección de unas viviendas (construidas en terrenos no aptos), etc.

Llega un día en que es necesario que se tomen decisiones, actuando con conciencia y quedando a expensas de las reacciones que puedan provocar

¿Quiero decir con eso que el derecho a la protesta no es legítimo? ¿Que no se tienen que dar explicaciones sobre los proyectos que se quieren hacer? No, todo lo contrario, pero no podemos llegar a la parálisis por el análisis.

Hay veces que de tanto marear la perdiz, esta desiste y se va. Damos tantas vueltas a los temas, lo hacemos todo tan complicado, buscamos la opinión de todo el mundo (con fundamento o sin) como si todo el mundo fuera experto, queremos quedar bien con todo el mundo y, sobre todo, no queremos perder votos, que el resultado final es que nadie toma decisiones, ni se atreve a hacerlo, por miedo de no ser lo bastante popular, de no pasar por ser lo suficiente moderno, o de guardar el saco bien cerrado de cara a unas próximas elecciones.

¿Dónde ha quedado la visión de futuro a medio y largo plazo? ¿Dónde han quedado los planes ambiciosos que suponían saltos cualitativos en la vida de los ciudadanos? ¿Dónde ha quedado el coraje para tomar decisiones, si están fundamentadas, por impopulares que sean?

Es cierto que se pueden contrarrestar estos argumentos mencionando la larga lista de casos de corrupción, de connivencias con agentes privados poco escrupulosos, de falta de control, de arbitrariedades en las concesiones o permisos, etc., pero lo que quiero poner de relieve es que, teóricamente, nos hemos dotado de antídotos contra estos males. Tenemos leyes de transparencia, códigos éticos y deontológicos, el escrutinio permanente a través de las redes, el papel de la prensa... Tendría que ser suficiente, pero si no fuera el caso, el remedio no es la dilución de responsabilidades, la demora en tomar las decisiones, esconderse detrás de consejos de ciudad, comités de estudio, comisiones de evaluación, sufragios participativos (donde participa menos del 5% del electorado)... Llega un día en que es necesario que se tomen decisiones, actuando con conciencia y quedando a expensas de las reacciones que puedan provocar.

No se puede confundir el sistema democrático con un happening permanente, donde se hace ver que se escucha a todo el mundo, pero donde esta expresión popular es acaparada por minorías organizadas, y donde, a base de analizar, hablar y dar vuelcos, los temas continúan en el fregadero. Y aquí paz y después gloria... pero Europa reculando.