El 23 de febrero del 2022 el Parlamento aprobó la ley anti-desahucios que, por sí sola, desmontaba unos cuantos mitos. El primer mito es el que dice que el independentismo vive instalado en un solo tema y olvida los problemas reales de la gente: esta norma la redactaron ERC, Junts y la CUP y -apunte para amantes del consenso- se aprobó con 110 votos de 135 posibles ya que el PSC y Comuns se sumaron. El segundo mito es el que relaciona nacionalismo catalán con una burguesía alérgica a las medidas sociales: esta ley preveía que, antes de desahuciar, los propietarios pusieran el piso a vivienda social y la Generalitat pasaría a pagar el alquiler. De esta manera, el inquilino no era desahuciado y el propietario tampoco salía perdiendo. La ley incluía un artículo dedicado a los grandes tenedores ya que, en su caso, este paso hacia vivienda social, en lugar de un incentivo era una obligación; tenían que hacerlo como paso previo a presentar una demanda judicial. Es decir, antes de desahuciar, había que agotar todas las vías sociales posibles. Esta norma no solucionaba per se toda la problemática de la vivienda pero sí la consecuencia más extrema, la de echar a una familia de un piso. El Tribunal Constitucional ha tumbado esta norma esta semana.

Cuando el estado español ve que puede perder un poco de poder político, la razón de estado pasa por delante de la razón social"

Y lo más grave de todo es que no se la ha cargado por el contenido (la sentencia no entra en el fondo de la cuestión) sino por el hecho de que la Generalitat invade competencias teóricamente estatales. El recurso contra el texto catalán lo presentó el Gobierno presidido por Pedro Sánchez con ministros de Sumar y de En Comú Podem. Da igual que se autodenomine el más progresista de la historia y que se le suponga una sensibilidad territorial superior a la de un gobierno del PP: cuando el estado español cree que pierde un mínimo de poder político, en este caso en favor de la Generalitat, la razón de estado pasa por delante de la razón social y de cualquier otra circunstancia. La combinación del ejecutivo y del Constitucional ha tirado por el suelo esta medida sensible, sensata y ecuánime. Pero como no se le había ocurrido hacerla al Gobierno nadie en España la puede aplicar: antes deshauciados que rotos.

Si el independentismo quiere explicar con casos concretos su por qué, este es uno"

Muchas veces el independentismo ha pecado de falta de pedagogía a la hora de explicar la necesidad que un país como Catalunya (con recursos propios, con código civil propio y con lengua propia) sea independiente si quiere tener una autonomía suficiente para decidir aquello que, vía Parlament, considera que es mejor para sus ciudadanos. Quizás se le puede explicar a una persona ya desahuciada que si Catalunya fuera un estado, esta ley estaría en vigor, su piso se habría convertido en vivienda social y, a su vez, el propietario seguiría percibiendo el alquiler cada mes. Es cierto que ha hecho cierta fortuna la frase "la mejor política social es la independencia", pero a veces hay que explicar por qué y con casos concretos. Y este es uno. Pero no el único. Ni mucho menos. En los últimos diez años, para poner solo una década como ejemplo, el Tribunal Constitucional, el Supremo o el Gobierno de turno se han cargado decenas de medidas sociales aprobadas por un Parlament que, hasta el 12 de mayo pasado, tenía mayoría absoluta independentista. En el 2014, Catalunya aprobó la ley contra la pobreza energética que prohibía el corte de gas, agua y luz durante los meses de invierno. El Gobierno presentó recurso argumentando que, o se aplicaba en todo el estado, o habría un trato de agravio entre catalanes y el resto de ciudadanos del estado: antes fría que rota. Tres inviernos después (otro factor agravante es la lentitud judicial), el Constitucional resolvió a favor de La Moncloa.

Catalunya no es un país mejor porque la Constitución no lo permite"

Y como este ejemplo, muchos más: el código de consumo que protegía a los clientes de hipotecas abusivas y de las llamadas acciones preferentes, el impuesto ecológico que se cobraba a las centrales nucleares, la ley de horarios comerciales pensada para garantizar unos horarios dignos al comercio pequeño y mediano, la prohibición del fracking, la gestión de las matrículas en formación profesional, el cobro de una tasa a operadoras de internet para destinarla a cultura e incluso algunas medidas de igualdad hombre-mujer. Todos estos casos fueron anulados por el simple hecho de que corresponde a Madrid decir la última palabra. En cada ley se puede estar de acuerdo o no (haré como el Constitucional y no entraré en el fondo de cada una) pero mostraban la voluntad de la mayoría de ciudadanos de Catalunya reflejada en el Parlament. Y el Constitucional las tumbó una a una. Si algún día se tiene que hacer una constitución catalana una parte del trabajo ya está hecha: se trata de recoger y reponer todas estas normas tumbadas por el Alto Tribunal español. Antes, sin embargo, habrá que seguir explicando -con ejemplos concretos- que si Catalunya no es un país mejor es porque la Constitución no lo permite. Y mientras tanto, declinar, amablemente, lecciones de falta de sensibilidad social.