Las europeas son esas elecciones de las que el ciudadano se siente más alejado. Aunque no es así en absoluto, sigue viva la percepción general de que la UE y los asuntos de los que se encarga son vagos y desvinculados de la cotidianidad. Por eso vota poca gente y la que lo hace utiliza criterios sobre todo ideológicos, por lo tanto, menos acercados a cuestiones o asuntos concretos y tangibles. Los que votarán, esta vez sí, lo harán con la camiseta de su equipo cómodamente ajustada. Que las cosas sean así facilita que las europeas se conviertan en un capítulo más, el último, el de cierre, del largo pulso protagonizado por Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo en términos de hegemonía en España. De momento, el enfrentamiento se ha ido resolviendo de esta manera: en las municipales y autonómicas, victoria inapelable del PP, que ha abierto la puerta a Vox en muchos sitios; en las legislativas españolas, el PSOE, a pesar de perder, logró seguir gobernando; en las gallegas, victoria del PP con los socialistas relegados al tercer puesto, por detrás del BNG; en las vascas, gobierno del PNV gracias a los socialistas, y, en las catalanas, victoria del PSC, con un PP que mejora pero queda cuarto.
Cuando estamos a media campaña de las europeas, nos ha quedado claro, también en esta ocasión, que Sánchez juega fuerte, a por todas. Al límite. El líder socialista necesitaba asuntos conmovedores (que significa mover firmemente, poner en movimiento, etc.) para atraer a los electores. En primer lugar, a los del PSOE y a los que se ubican a la izquierda del PSOE. Así, decidió reconocer Palestina como estado durante la campaña electoral. Es verdad que son infinidad los países favorables a un Estado palestino, pero también lo es que los principales homólogos europeos (Francia, Alemania, Reino Unido, Italia...) todavía no han considerado adecuado dar este paso. Sánchez sabe, sin embargo, que es una carta ganadora, en la opinión pública española (dicen los sondeos que aproximadamente un 80% apoya dicho reconocimiento), y aún más en la opinión pública de izquierdas.
No es este un artículo para hablar de los pros y los contras de la toma de postura de Sánchez y de los efectos que pueda causar a escala internacional. Lo que sí, a mi entender, hay que tener tozudamente claro es que lo que está sucediendo en Cisjordania y Gaza, con la desproporción de la respuesta de Israel, es un suceso trágico e impresionante. Y que es necesario que todo el mundo mantenga un respeto extremado, más que escrupuloso, por las víctimas, por todas.
Por ello, y quizás debido a —si quieren— un exceso de sensibilidad, no puedo evitar una punzante incomodidad al observar cómo una cuestión dramática, sangrante en el sentido literal, se instrumentaliza profusamente, exprimiéndola hasta la última gota, durante una campaña electoral. Ya digo, quizás peco de moralista en un tiempo en que, desgraciadamente, hemos ido aceptando como normal que todo vale, que cuando se trata de política no hay topes.
Parece que para Sánchez, lo que ocurre en Oriente Próximo es tan solo un material más, un material como cualquier otro material, para competir electoralmente
Cuando vemos, una y otra vez, que en el choque israelí-palestino se moja pan como en un sabroso manjar, que se utiliza como combustible para el motor electoral y partidista, cuesta mucho no sentir una prevención moral, verse perturbado por un escalofrío íntimo, quizás sutil pero consistente y denso. Da la sensación, desgraciadamente, de que para Sánchez, a quien —cabe decir— ayuda la reacción agresiva y chulesca de Israel, lo que ocurre en Oriente Próximo es tan solo un material, un material más, un material como cualquier otro material, para competir electoralmente. Para una narrativa que sirva para doblegar al PP. Repito, porque me gustaría que quedara claro: no discuto aquí el fondo de la cuestión, sino lo que me parece percibir que es una falta de pudor, una inquietante ausencia de aprensión moral, en la manera cómo el líder socialista trafica como si nada con un asunto impresionante y muy doloroso. No todo, me parece, se puede procesar en términos electorales. La política debería ser capaz, incluso en los momentos desagradables que vivimos, de abstenerse de hacer populismo —todo el mundo hace; eso sí, en distintos grados— con determinadas cuestiones muy delicadas. Y al contemplar detalladamente la actuación de Sánchez, uno acaba detectando una capa aceitosa, una membrana viscosa de frío, de insensible, cálculo partidista.
Mientras tanto, el PP observa el espectáculo desconcertado, totalmente a contrapié. Pero no Vox. El martes, Santiago Abascal viajaba a Israel para fotografiarse con Benjamin Netanyahu y expresarle un apoyo sin matices, esférico. Abascal se apunta siempre al juego e intenta doblar la apuesta. Vox, que no tiene manías, ni prácticamente vergüenza, intenta continuamente alzarse como enemigo de Sánchez, porque sabe que eso le favorece ante su público. Ya sea elogiando a Netanyahu o lanzando piropos a ese personaje grotesco hasta el desmayo que es el argentino Javier Milei.
Uno de los males de lo que está pasando en cuanto a la utilización por parte de Sánchez de la situación en Oriente Próximo es que, desgraciadamente, se ajusta a la lógica, es consistente, con un modo de proceder del líder socialista que hemos observado no pocas veces. Se trata de un modo de proceder falto de límites infranqueables, de escrúpulos, en el que todo es aceptable si sirve al fin de retener el poder o ganarlo. Este hábito de tratarlo todo como si todo fuera lo mismo, como si todo fuera igual, sin ninguna discriminación moral ni barricada ética, no es exclusiva, evidentemente, de Sánchez ni de la política española. Cierto. Pero que muchos lo hagan no convierte en bueno lo que está mal. Ni hace menos aguda nuestra angustia, nuestra inquietante incomodidad.