He vuelto a Koufonisia, la isla donde viví cinco meses hace dos años, del 1 de febrero al 29 de junio, y casi nada ha cambiado, excepto el número de turistas, los negocios abiertos y el sirtaki sonando en cualquier rincón como reclamo de los nostálgicos foráneos de Zorba. Cuando llegué como náufrago invernal, era el único extranjero en una población de 300 personas, y había dos supermercados abiertos, un restaurante, dos bares y una panadería medio escondidos, un centro de primeros auxilios, una comisaría minúscula y una iglesia en la que los devotos más jóvenes seguían los salmos cantados por el pope leyéndolos en los teléfonos móviles. En agosto, la población se ha multiplicado por diez, casi toda griega, pero todo sigue en su sitio: la belleza del lugar, el viento y la tranquilidad del Gitonia Tis Irinis, el complejo de bungalows donde me instalé como único cliente y donde establecí una amistad eterna con Andonis, el dueño, y Dorina y Florian, hijos adoptados por el patrón griego y migrados albaneses, que han hecho de esta isla de cinco kilómetros cuadrados una patria donde han engendrado sus dos hijos, Andoni y Adira. Yo buscaba vivir el luto por mi hijo en soledad y volví con un libro bajo el brazo titulado El príncipe y la muerte.

Tanto es así que nada ha cambiado, que me han readoptado las gatas que en ese invierno de 2022 me adoptaron, y a las que bauticé como Puig y Demont. Me hicieron mucha compañía, pero nunca pensé en llevármelas conmigo a Barcelona. Sacar a un isleño de Koufonisia es condenarlo a una muerte segura por añoranza, y es que el tiempo pasa tan lento en este acantilado yermo de árboles, que los gatos tienen más de siete vidas. Durante ese invierno de 2022, estalló la guerra en Ucrania y cuando he vuelto, el conflicto sigue encendido por las ínfulas imperiales de Putin y, muy a sur de Moscú, hay otro fuego encendido: el genocidio en Gaza. Se lo cuento a las gatas, pero solo les interesa la ración de comida que reciben por la mañana y cuando el sol empieza a morir por detrás del cementerio donde están enterrados los isleños de toda la vida.

Aunque podría vivir sin estar conectado, soy un enfermo de la radio y de la información. Como ya escribí en otro artículo, heredé el amor por la radio de mi padre, aunque, desde un punto de vista radiofónico, en verano, no tota cuca viu. Y no lo digo por Gamarra, que más que una cuca, es un parásito. Y he seguido la llegada del president Puigdemont a Barcelona y su mágica aparición, y la esperpéntica desaparición que lo ha devuelto a Waterloo. No soy votante de Junts, pero celebro no haberlo visto encarcelado después de una operación denominada Jaula, que tendría que sacar los colores al exconseller Joan Ignasi Elena y al comisario jefe de los mossos Eduard Sallent. Otro esperpento. Por cierto: el señor Sallent debería saber que si él es comisario Sallent, el señor Puigdemont es president Puigdemont. Son reglas históricas de un cargo institucional que lleva 133 presidents en sus espaldas, por más que rabie el comisario Sallent, aquí y en la China Popular —frase célebre extraída de los tiempos del primer tripartito—.

El señor Sallent debería saber que si él es comisario Sallent, el señor Puigdemont es president Puigdemont

Leo que el juez Llarena cenó en un restaurante gallego en la Cerdanya, la imaginación al poder, y que, al entrar, lo aplaudieron. Es una batalla desigual. Con dos matones y el lawfare custodiándole las espaldas, cualquiera se atreve a silbarle o soltarle un improperio. Fue la última cena antes de regresar a Madrid, donde esperaba al president Puigdemont con las llaves de la cárcel en la mano. Lo de este juez es trágico, y su obsesión, el paradigma de una comedia que está a la altura de la monomanía que sufría el comisario Dreyfus con el inspector Clouseau. La realidad ha superado la ficción. Que Puigdemont haya vuelto a Waterloo, ha despertado la testosterona de unos cuantos periodistas cipoteros, machos alfa de la información que echan de menos la Armada Invencible y viven empalmados pensando en Díaz Ayuso, y de unas cuantas periodistas cheerleaders de Aznar que lo veneran como un salva patrias. Si yo formara parte de un Estado catalán, detendría por criminal de guerra a José María Aznar en cuanto entrara en Catalunya para ir al Círculo Ecuestre, círculo lleno de aplaudidores del juez Llarena. Pero esto forma parte de los sueños oníricos con Itaca borrosa en el horizonte, y yo ahora estoy en Koufonisia, a punto de satisfacer el hambre de la Puig y la Demont.

Con Salvador Illa como nuevo Honorable, a partir de ahora y hasta su muerte será el president Illa. Habrá que ver si el PSC honra la C de sus siglas, o sigue haciendo de sucursal del partido nodriza secuestrado por los barones rampantes. ¿Financiación singular? ¿Amnistía sin engaños para el president Puigdemont, líder de la oposición? Como mínimo, tengo la esperanza de que, a lo largo de su mandato, el president Illa aprenda a decir Catalunya, porque eso de Catunya suena a "cuña", perdón, a "coña".

Esta pequeña isla en la que estoy, sirvió de campo de concentración después de que las fuerzas armadas monárquicas se impusieran al ejército popular de liberación en la guerra civil griega, que duró de 1946 a 1949. Como tantas islas de las Cícladas, antes de convertirse en lugares turísticos. Y Koufonisia todavía mantiene la árida belleza que la hace tan hipnótica, a diferencia de otras islas irrecuperables, como Miconos o Santorini. Como viví allí cinco meses antes de que llegaran los turistas, algunos me recuerdan, pero no saben recolocarme como turista en pleno agosto. Me gustan los griegos porque no son demasiado simpáticos, y su lengua alegre es inversamente proporcional a su gestualidad contenida, casi hierática. Aquí, la palabra amiguete queda desterrada.

Cuando llegue a Barcelona, no sé cuándo volveré a Koufonisia, como tampoco sé si la Puig y la Demont seguirán vivas si un día regreso para visitar a Dorina, Florian y Andoni. En Koufonisia, el tiempo es relativo y los gatos tienen ocho vidas, a diferencia de Catalunya, también conocida como Catunya.