Hoy en día no puedes decir nada sin ofender a algún colectivo. Y, cuando digo nada, quiero decir ‘nada’. La gente salta como una liebre por cualquier cosa. Yo misma. A mí me dices quines risses y acto seguido estás en la Cochinchina. Tú y toda tu familia, por no enseñarte a hablar bien. Es un acto reflejo que tengo. Podría ser peor y haceros escribir trescientas veces quin riure. Muy gracioso todo, ¿verdad? Un día se me ocurrió decir en las redes sociales que hacía un día muy bonito y soleado para cazar elefantes. Ya os podéis imaginar cómo acabó todo... Salió el colectivo ProDíasdeLluvia a decirme que era una fascista, que qué me había pensado, que era una irresponsable, que una persona que tiene tantos seguidores como yo en las redes tiene que ir con mucho cuidado con lo que dice, que quién me creía que era para hacer de altavoz de los días soleados y quedarme tan pancha. Basta. Yo, en un mundo así, no quiero vivir. Qué aburrimiento.

Pero sigamos, que las cosas se tienen que hablar para desatascarlas. Hemos llegado a un punto que, cuando se me acerca alguien para decirme algo, me bloqueo durante tres meses como el móvil de alguien que no recuerda ni el PIN ni el PUK y me apago. Para empezar, cómo sé si esa persona que tengo delante es de género binario o no binario. En caso de que sea binaria, ¿cómo sé si es una mujer, un hombre o ambas cosas a la vez? ¿La trato de tú, de usted, de elle? ¿Le hablo en femenino, en masculino o me invento una nueva terminación de género? Si consigo superar este obstáculo de siete metros, entonces tengo que empezar a preocuparme por cómo la/le/li/lo/lu saludo. ¿Lo hago con entusiasmo o con muestras evidentes de ser una persona depresiva? Si lo hago con entusiasmo, quizá se ofende porque la vida no le va tan bien como a mí. Si me muestro deprimida, quizás se enfada porque está cansada de aguantar a gente triste todo el día y porque llevo unas zapatillas deportivas que ella/él/elle no puede permitirse. Normalmente, opto por un punto medio: río y lloro al mismo tiempo. Así los descoloco siempre.

Deberíamos intentar entender que hay gente que opina diferente a nosotros y que no pasa nada

Superado el saludo —es decir, que no me hayan mandado al cuerno—, llega el momento de abrir un tema. Lo que hago normalmente es echar a correr o hacerme la muerta como una zarigüeya. De este modo, o bien se van sin mirar si estoy bien o bien inician ellos el tema y yo puedo decirles que qué se han creído para opinar de esa manera, que tendría que caerles la cara de vergüenza. Esta es la situación ideal, pero suele pasar todo lo contrario por más estrategias que utilice. Un día, después de decir "buenos días" llorando y riendo a la vez a un vecino —y como veía que no iniciaba nada—, se me ocurrió preguntarle cómo le iba todo. No os queráis encontrar nunca en la situación en la que me encontré a continuación. Mi vecino pasó de un rosado que demostraba que no había tomado el sol en todo el año a un verde pistacho en cuestión de tres segundos, y me soltó: "¿Te burlas de mí? ¿Sabes que por mucho menos han encerrado gente en la cárcel?". Le dije "parece que va a llover" y me fui corriendo. Y casos como este tengo a carretadas.

Con todo esto no quiero decir que estemos todos más colgados que Tarzán en un columpio. Lo que intento decir es que deberíamos intentar entender que hay gente que opina diferente a nosotros y que no pasa nada; que las cosas se pueden hablar y debatir y que, incluso, podemos expresar que estamos en desacuerdo (aportando argumentos) con algún tema antes de echar la gente a los leones para que se los zampen. Que cuando estamos ofuscados vemos las cosas solo de color blanco o negro y que, cuando nos calmamos y respiramos hondo cuatro o cinco veces, la gama de colores se amplía. Solo era esto. Pero pobre de aquel que vuelva a decir risses.