El día que abandoné la idea de ser poeta hacía frío, era un miércoles por la noche y había acabado de conocer a Pere Rovira en un recital en la biblioteca Mercè Rodoreda del Guinardó. Había ido con una amiga de clase porque en primero de carrera, en la asignatura de Teoría de la literatura, un profesor que también se llamaba Pere -pero de apellido Ballart- nos había hecho leer tres libros de poesía universal. Uno era de Machado. El otro, de T.S. Eliot. El tercero, sin embargo, era de alguien con un nombre tan común como Pere Rovira y que, evidentemente, no tenía ni idea de quién era. Le puse cara aquella noche, oyéndolo conversar con el también poeta Jordi Virallonga mientras los dos hablaban de poesía con la naturalidad de quien comenta el último empate del Barça y la profundidad de quien tiene un ejemplar de Les dones i els dies de Gabriel Ferrater en casa porque lo considera igual de necesario que tener una linterna para cuando se va la luz.
Habíamos leído en clase Poesia 1979-2004, la antología completa del tal Rovira, pero lo habíamos hecho con dieciocho o diecinueve años, en aquella edad en la cual aquello que te impresiona se te sedimenta para siempre en el alma, ya que ser joven es vivir mientras juegas a saber quién eres. Uno de los poemas del libro, titulado Poders y que se puede escuchar haciendo clic aquí, hablaba del silencio después de hacer el amor, pero también de todas las posibilidades de crear un mundo propio que existen en aquel instante, encima de las sábanas blancas convertidas en una página vacía, pulcra y limpia como un horizonte. Mi horizonte, en aquel momento, estaba claro: quería ser poeta para escribir los mismos poderes. Soñaba vestir abrigos de botones y oscuros, llevar barba larga con un bigote que me retorcería mientras buscara la rima perfecta para un soneto en alguna barra de bar y, sobre todo, soñaba ir despeinado a la entrega de algunos grandes premios y que nadie lo encontrara extraño porque claro, "ya sabéis cómo es, es poeta". Como todos los jóvenes, yo venía a llevarme la vida por delante.
Si en el parvulario nos enseñan a leer palabras, de mayores, si uno quiere, la poesía sirve para aprender a leer todo aquello de la vida que se expresa sin palabras
Creía que ser poeta era eso, pero estaba muy equivocado, ya "que la vida iba en serio / uno lo empieza a comprender más tarde" y aquella noche entendí que para ser poeta había que saber escribir cosas como Poders. Escribir es fácil, lo sabe hacer todo el mundo y nos lo enseñan en la escuela, dijo Rovira entre poema y poema, "pero no es lo mismo redactar frases versificadas que hacer versos". Pocas semanas antes, en clase, el Pere de apellido Ballart había dejado caer como quien no quiere la cosa que "un poeta es aquel que sabe escribir un soneto". Yo no había escrito ni uno en toda mi vida. Tenía casi veinte años y quizás cincuenta cosas escritas en libretas, documentos words almacenados en el ordenador y alguna postal enviada a algún viejo amor que todavía ahora debe cachondearse de la tremendísima chapuza que un buen día recibió inesperadamente, ya que aquello no eran poemas, sino textos poéticos. No tenía nada más. Solo el futuro, intangible todavía.
En cambio, Pere Rovira tenía unos Jocs Florals de Barcelona, un Premi Carles Riba o una traducción de Vint-i-cinc flors del mal recién editada con rima asonante. Pero tenía, también, la valentía de afirmar en voz alta que si nunca se aventuraba a hacer todas Les flors del mal, repetiría las traducciones ya hechas con el fin de hacerlas con rima consonante. No era tozudez, sino oficio, y el año 2020 cumplió con su palabra haciendo hablar mejor que nunca Baudelaire en catalán. Él era un poeta y yo solo era un farsante, pues, una especie de poetastro que con cada mal verso que escribía me estaba traicionando a mí mismo, a los de mi alrededor y, de rebote, a Verdaguer, Maragall, Carner, Foix, Riba y toda la panda de hombres que me habían enseñado a ver, ya que si en el parvulario nos enseñan a leer palabras, de mayores, si uno quiere, la poesía sirve para aprender a leer todo aquello de la vida que se expresa sin palabras. Las hojas en el suelo los primeros días de otoño. El silencio de una mirada antes del "¿quieres subir a casa?". El último abrazo a una abuela cuando no sabías que sería el último abrazo. La inmensidad del mar, en la playa, que nos recuerda lo pequeños e insignificantes que somos. La mirada golosa de un niño delante del escaparate de una panadería lleno de cruasanes. El reto de decir lo que sentimos pero no sabemos cómo decir.
Quizás la poesía no sirve de nada, pero nos hace compañía, nos permite hablar con los muertos y, de rebote, conectar con los vivos que ni siquiera conocemos
De todo aquello ya hace más de quince años y lo recuerdo como si fuera anteayer, en parte porque fue realmente hace cuatro días que asistí de nuevo a un recital suyo, en Barcelona, en la presentación de Avui és sempre, la reciente antología seleccionada de su poesía completa que acaba de editar Proa. Hacía frío y era un miércoles por la noche. Quince años más viejo pero con la misma barba, las mismas greñas elegantes y la misma manera de hablar clara, sincera y contundente, El Poeta recitó de nueve Poders y dijo aquello que “És cert que dominem aquesta plana / blanca i calenta. Som els reis / d’aquest llit que si no obrim els ulls / és gran com un imperi”, pero esta vez yo también lo recitaba con él. En voz baja, eso sí, ya que me lo sé tan de memoria que incluso lo recito en el transbordo del metro de Passeig de Gràcia o en la inspección de la ITV cuando un señor me dice por el micrófono mueva el volante de un lado en otro, quizás porque es un poema que, como toda la poesía de Rovira, tiene luz dentro y contiene mi forma de entender la vida, de escribir para crear mundos posibles y mejores, de vivir con pasión todo aquello que nos apasiona.
Como toda la poesía en general, es un poema que seguramente no sirve de nada, pero que tiene la calidad de hacer compañía, ya que este es uno de los grandes 'poderes' que tiene la obra de Pere Rovira: que siempre acompaña, permitiendo hablar sin filtros con los vivos y con sensibilidad también con los muertos, quizás por eso él mismo confesa haberse pasado la vida escribiendo poemas de amor. No le falta razón, por alguna cosa es uno de los mejores poetas amorosos que Catalunya ha tenido en los últimos ciento cincuenta años, atreviéndose incluso a escribir sobre el sexo en la tercera edad y hacerlo con unos sonetos como los de El joc de Venus que son una delicia. Sobre todo, sin embargo, es un poeta del amor en todas sus dimensiones: del amor carnal, pero también del amor vital y el amor elegíaco. Del amor a la vida, a la familia, a la gente que nos rodea, a los lectores que nos leen y al medio que hemos decidido utilizar para llegar a ellos. En el caso de Rovira, la poesía. En el caso de un humilde servidor, esta triste columna que nunca sé si lee demasiada gente pero que amo como si fuera un refugio, quizás porque redime cada viernes el soneto que hace quince años que no sé hacer. Por eso, ahora, ya no digo que de mayor quiero ser poeta, en minúsculas. Digo que ahora, de mayor, quiero ser Pere Rovira.