Quim Torra es un catacaldos, un diletante con corbata que no se toma nada seriamente y que siempre ha navegado con la punta de frivolidad que España exige a los políticos catalanes. Armado con un humor inglés, irónico y fatalista, tiene una habilidad innata para caer bien y una alergia casi física al conflicto. Su fachada bonhomiosa, de personaje de Wodehouse, esconde una notable voluntad de poder personal y un individualismo de piedra picada, más irreductible que su patriotismo.
Como aspirante a presidente, Torra es ideal para que España gane tiempo y demuestre otra vez la habilidad que el pujolismo tiene a la hora de doblar ERC y dar pececillo a los catalanes con soluciones retóricas que excitan la emotividad de la parroquia. Es un buen orador, pero tiene demasiada facilidad para ligar frases grandilocuentes y evitar el muelle del hueso de los problemas. Aunque ve las cosas con crudeza, siempre ha explotado el discurso sentimental porque pide menos esfuerzo y, en este país, da muchos réditos.
Torra nació a Blanes en 1962, sólo un día después de que el presidente Puigdemont. La trayectoria que lo ha encaramado es indestriable de la máquina de triturar políticos que las consultas por la independencia pusieron en marcha. Hasta el 2007, trabajó de alto ejecutivo a Winterthur. Cuando Axa compró la multinacional de seguros, la nueva dirección le ofreció escoger entre marcharse a Madrid o terminar, y prefirió terminar. Con la indemnización se tomó un año sabático, que coincidió con la eclosión del independentismo.
En el 2008 montó la editorial Acontravent para rescatar figuras del periodismo de los años 30. Enseguida publicó obras de escritores como Salvador Sostres, Abel Cutillas o yo mismo. Su buena nariz le permitió ligar su pasión por la Catalunya anterior a la guerra con las ganas que los catalanes tenían de encontrar una mitología nueva, después de 30 años de autonomismo. En las charlas dibujaba una imagen del pasado emotiva y plana que hacía las delicias del público. Sin saberlo fue, en el ámbito cultural, el primer processista.
La editorial lo puso en contacto con la parte más creativa y subversiva del país y el mundo político corrió a buscarlo para integrarlo al sistema. Él, que cuando me conoció estaba convencido que la independencia era imposible, fue encontrando en la política catalana consuelo a todas sus rendiciones y angustias personales. En el libro Cuchilladas suizas explica los padecimientos que le infligió el mundo de las multinacionales y las cosas que aprendió.
Torra es un cortesano excelente que sabe crearse oportunidades y enjabonar a los superiores inseguros que necesitan alimentar su vanidad explotando las debilidades de sus subordinados. Intuitivo y servil con el poder, sabe esperar su momento y, cuando conviene, hacerse el inocente para no despertar sospechas antes de tiempo. Es un buen organizador y la experiencia de ejecutivo le ha dado ojo para sacar el máximo rendimiento de su trabajo y la de los otros, así como detectar las necesidades emocionales de sus superiores.
Después de pasar por Reagrupamiento y ERC, fue contratado por el Ayuntamiento de Trias, que necesitaba una cuota independentista para pronunciar el discurso de la Barcelona que aspiraba a ser capital de estado. En el Ayuntamiento convergente, llevó los primeros planos de remodelación de la Rambla y fue director del Born Centro Cultural, que tuvo el momento más brillante bajo su batuta. A medida que la política lo cautivó, su editorial fue muriendo, así como la gracia que apuntaba en su prosa.
Devorado por su propia sombra, Torra sería el presidente ideal para intentar rematar un pueblo que, como él, parece incapaz de distinguir entre la cobardía y la miseria. Es el sepulturero que la familia Pujol ha contratado para sobrecalentar el independentismo, apropiarse de sus símbolos y, finalmente, tratar de vender el cadáver a España. Así como la presidencia de Mas, tolerada por la CUP, estaba pensada para alimentar el discurso de los comunes, la presidencia de Torra está pensada para dar aire a Ciutadans, a base de reducir Catalunya a los prejuicios que tiene el españolismo.
Si Torra es investido, la Generalitat se convertirá en un instrumento para debilitar el prestigio internacional de Puigdemont. Si el Parlamento nombra un gobierno autónomico acondicionado por los jueces, los políticos y los diarios de Madrid, Puigdemont habrá perdido, por más discursos llameantes que pronuncie Torra. Cuando el nuevo presidente quede atrapado en sus discursos retóricos y salga diciendo que los españoles han ganado y que, lo siente mucho pero que no ha podido hacer nada, le recordaremos que podría haber rehusado ser investido.
No deja de ser paradójico que un hombre que se me presentó elogiando el libro sobre Companys se haya dejado arrastrar por las mismas dinámicas que explico en el libro. Siempre hay una salida, incluso cuando el sistema intenta utilizar a una persona que quieres para destruir lo que defiendes. Es la lección que Torra no ha aprendido, todavía, ni han aprendido los chicos de la cultura que no osan criticarlo porque les ha editado algún libro o han tenido un trato afable con él.
Espero que la CUP lo tumbe. Sólo así lo salvarán del error que ha cometido aceptando su candidatura a la investidura. No me gustaría que se pudiera explicar a través suyo cómo España destruye la luz de los catalanes explotando sus miedos y sus defectos, todos siempre bien humanos. Lo pensaba ayer, cuando Torra mencionó a Carrasco i Formiguera ante el Parlamento. El líder democratacristiano siempre supo a qué se exponía, pero probablemente no habría llegado nunca a ser ejecutado sin la frivolidad de los que, después de una vida de negociarlo todo al por menor, se quisieron hacer a los valientes.