He dedicado bastante tiempo y he escrito varios libros sobre los porqués de la ausencia de debate en Catalunya. Debate entendido como formulación de ideas para poder ser contrastadas con otras, que tienen a menudo posicionamientos diferentes, y tratado desde el respeto, unos conocimientos suficientes, un determinado grado de empatía y una voluntad de aprender y de escuchar. Desgraciadamente, como individuos y como sociedad, no estamos formados ni en el arte de la oratoria ni en el del debate, y, además, históricamente, hemos participado en los grandes debates que han ido conformando nuestra civilización.
No debatimos sobre la relación entre el individuo y la divinidad, que está en la base de la Reforma protestante; tampoco participamos en el debate y las acciones que comportaron el fin del Antiguo Régimen, un antiguo régimen no solo entendido en términos de instituciones, sino también de actitudes; tuvimos poco o ningún contacto con los ilustrados y la apertura de espíritu que comportaban; y, finalmente (último, pero no definitivo), tampoco se dieron las condiciones para escuchar, leer y debatir sobre el rumbo de las izquierdas, un debate que Albert Camus y Jean-Paul Sartre protagonizaron a mediados del siglo XX.
Eso, evidentemente, arrastra unas consecuencias que se dejan ver en el encastillamiento de posiciones; en el grito en lugar de la conversación; en el alarido en lugar del planteamiento; y en el anatema en lugar de la empatía. Esta ausencia en los debates históricos conforma sociedades de voluntad uniformizadora, cerradas en ellas mismas, y polarizadas. Esta polarización es un mal enquistado, que hace que uno sea capaz de establecer incluso maneras ortodoxas y heterodoxas de ser y de existir.
Es cuando las cosas van mal, cuando las situaciones son complejas, que aparece el simplismo y el instinto de traspasar a la audiencia la propia valoración moral sobre buenos y malos
Este mal afecta también a los periodistas, que se han formado y vivido con las mismas condiciones que el resto de ciudadanos. Pero con la diferencia sustancial de que disponen de herramientas potentes para llegar a la población y para conformar imaginarios colectivos. Y a una sociedad y a unos individuos polarizados, acostumbra a corresponderles un periodismo también polarizado. Y eso es bastante peligroso.
Cuando se mezclan de manera sistemática hechos y opinión; cuando se dan por válidas informaciones que no han sido contrastadas; cuando uno se niega a ver determinadas imágenes pero es capaz de emitir unas similares si favorecen a sus argumentos; cuando se manipulan sesgadamente reportajes o informaciones para confortar los propios posicionamientos; si uno repite como un loro el argumentario que un partido, asociación o grupo le ha hecho llegar..., estamos ante unos periodistas militantes, que no actúan ni con objetividad ni al servicio del bien común.
Estos posicionamientos de parte acostumbran a ponerse más en evidencia en situaciones de crisis, que es cuando de verdad se ve el temple de las personas. En condiciones de estabilidad, más o menos todo el mundo hace esfuerzos para buscar los equilibrios, para buscar puntos de confluencia. Pero es cuando las cosas van mal, cuando las situaciones son complejas, que aparece el simplismo y el instinto de traspasar a la audiencia la propia valoración moral sobre buenos y malos.
Como ciudadano libre, quiero que se expongan los hechos, que se haga de la manera más comprensible posible, que se busque un plus de objetividad en la expresión, y ya será cada uno el que decidirá hacer su propia composición y quien tomará sus decisiones, si quiere tomar alguna. Quizás todo eso pasa, porque, como escribe Anne Sinclair, hemos pasado de una democracia representativa a una democracia de opinión, y después a una de emociones. Y ya se sabe que cualquier emoción, sea buena o mala, desencadena reacciones. Los que deciden hacer periodismo emocional acaban desencadenando reacciones, algunas bien malas.
Querer dar gato por liebre, focalizarse en la maldad presuntamente solo de unos (como si eso no fuera compartido muchas veces), añadir juicios morales, o dar por válidas informaciones de difícil constatación en función de las fuentes, es un mal ejercicio de la función periodística y es, además, un mal servicio a la convivencia del país donde el medio informativo para el cual uno trabaja difunde la información.
Necesitamos unos medios informativos, sobre todo los públicos, que respeten a los ciudadanos en su libertad, voluntad y capacidad de decisión. Solo así el llamado cuarto poder contribuirá a conformar sociedades más libres.