Lleva una cicatriz que le atraviesa la cara de lado a lado. Se la hizo un marroquí en una batalla campal en el pueblo. “Estaban pegando a mis amigos y entré a repartir”. En el bando enemigo alguien rompió una botella y se la pasó por la cara desde la frente hasta la mejilla atravesando la nariz. Antes de ir a hacerse coser al hospital, y de dar gracias a Dios de que no le hubiera sacado un ojo, persiguió a su agresor por el pueblo, pero no lo pudo atrapar porque la sangre le nublaba la vista. Ya hace un par de años, de la pelea, y todavía se tiene que celebrar el juicio. “Pensé que pondría a los marroquíes del pueblo en mi contra —me cuenta— pero han sido respetuosos. Dicen que es un asunto personal entre nosotros".
No hace falta que especifique en qué pueblo pasó esto, ni que diga el nombre del chico que me cuenta esta historia. El caso es suficiente general como para que suene familiar en otros lugares de la Catalunya interior que eran prácticamente homogéneos cuando empezó el proceso de independencia. Mientras paseamos, mi corresponsal me pone al día de las cosas que han cambiado desde que subía a su villa con mis abuelos. En los espacios bonitos y concurridos, el aire se puede cortar con un cuchillo. Los marroquíes van en grupo, y miran a los catalanes con una mezcla de miedo y de desafío. Su mirada y su lenguaje corporal me hace pensar en escenas que había visto en algunas zonas de Barcelona en los setenta. Pero sobre todo me remiten a las historias sobre la FAI que me contaban mis abuelos —y los abuelos de mis amigos.
La charla se alarga y mi corresponsal me explica que en 2014 votó a Podemos. Hago una cara extraña. “Acababa de entrar en la facultad y tenía a todos los catedráticos socialistas de la Autònoma haciendo propaganda. Incluso nos llevaron a Pablo Iglesias. Siempre he sido independentista, pero me pareció que podrían cambiar realmente algo”, me dice. Cuando ve que sonrío, añade: “Sí. Mi hermano ya me avisó de que los españoles al final siempre te la joden”. Me pregunto si su hermano está tan fuerte como él. Se nota que va al gimnasio y me parece haber entendido que ha hecho kickboxing. Dice que tiene suerte de tener la violencia integrada en su vida porque los marroquíes dan “caña”. “Si ven que tienes miedo estás jodido”, se explica, queriendo decir que solo respetan la fuerza y el coraje físico.
Como ya sucedió en el siglo pasado, el país se va llenando de trabajadores que vienen de sociedades violentadas por la represión y por el despotismo
En el bar donde nos hemos sentado, hay una mesa larga que se va llenando de adolescentes. “Aquí sí que hay un poco de mezcla”, le digo. Pero no le da mucha importancia. Entiendo que en el instituto no hay el problema, que es cuando llega la hora de trabajar que las diferencias se empiezan a notar y que algunos chicos, sin la base que dan los ahorros y el arraigo, se alejan de los antiguos amigos y se cierran en la lengua árabe y comunidad marroquí. Se queja que los políticos no quieren hablar del polvorín que se está cocinando en algunas poblaciones de Catalunya. Los pueblos siempre han tenido a sus salvajes y sus locos. “Antes aquí teníamos a neonazis —recuerda—. Había catalanes que iban con la esvástica y la bandera española, pero todo el mundo sabía quiénes eran y dónde vivían sus familias”.
Ahora producen conflictos que las instituciones esconden por pura impotencia. Hace unos meses, una pandilla de exneonazis de 40 años de aquellos que iban a bailar máquina en Pont Aeri se pelearon con un grupo de marroquíes jóvenes y dejaron a tres medio muertos en el suelo. Al cabo de unos días, aprovechando que se celebraba una fiesta en el pueblo, bajaron un centenar de marroquíes de la comarca y empezaron a pegar a todos los catalanes que encontraban. “Los mossos se lo miraban. Por la radio oí que les decían: 'Quietos y esperemos que no haya muertos'”. Por lo que me dice, parece que lo único que el alcalde supo responder cuando le recordaron que aquella trifulca era la cosa más gorda que había pasado en el pueblo durante años, fue: “Esperemos que no vuelva a suceder”.
Mi corresponsal se ha sacado el permiso de armas. A la vez que me enseña el carné, me dice: “Ya le he dicho al alcalde que si siguen sin hacer nada al final se montará un somatén”. No es el único catalán que conozco que se ha sacado el permiso de armas recientemente. Y tampoco es el único que conozco que ha tomado la decisión viniendo del mundo de las izquierdas. “Puede parecer una chiquillada pero me siento más seguro teniendo una escopeta en casa”. Todo el mundo habla de racismo porque es más fácil remover los traumas del pasado que pensar en el futuro, pero lo que se está cociendo en Catalunya es un conflicto soterrado con España por el control del país. Mientras la propaganda de la ANC hablaba de controlar el territorio, las grandes familias de empresarios ligadas a los partidos procesistas iban importando trabajadores de todo el mundo sin ningún control político.
Le pregunto cómo vivieron el procés los marroquíes del pueblo. “Se mantenían al margen. A veces me daba la impresión que pensaban: 'Si vienen los españoles y liquidan a unos cuantos, habrá más trabajo para nosotros'”. Hace días que pienso en la conversación, y me parece que entiendo mejor la sensación de inseguridad visceral que los murcianos, los andaluces y la policía producían a mis abuelos y mis padres antes del despliegue de los Mossos y de la presidencia de Montilla. Y también el efecto que hacían los discursos de Jordi Pujol sobre la convivencia, en los ochenta. Me parece que el ruido no nos deja mirar en los lugares que toca. Nos ha caído la geopolítica encima y la nación no tiene un estado para defenderse, solo tiene la tribu.
Como ya sucedió en el siglo pasado, el país se va llenando de trabajadores que vienen de sociedades violentadas por la represión y por el despotismo. Y me temo que tendremos que cambiar nuestra relación con la violencia y la agresividad si no queremos que la historia nos vuelva a pasar por encima. Es una situación muy venenosa y tendremos que controlar el miedo y encontrar una combinación de cojones, inteligencia y entendimiento refinadísima.